Al final, mamá había insistido en que Jack y yo nos quedáramos más tiempo
con ellos, así que pasamos el fin de año en casa de mis padres. Fue bastante
gracioso ver cómo mis hermanos, medio borrachos, intentaban ganar a Jack
en una pelea de bolas de nieve. Y me hubiera gustado poder disfrutarlo como
la situación lo merecía, pero una parte de mí era incapaz de hacerlo. No
dejaba de mirar a Jack y preguntarme si estaba renunciando a lo que
realmente le gustaba por mi culpa. Y también me preguntaba si yo sería capaz
de hacer lo mismo por él. Estaba segura de que sí, pero… no podía evitar
sentirme como si estuviera siendo la mayor egoísta del planeta.
Incluso una parte de mí, una pequeñita, pensó en la posibilidad de dejarlo
para que fuera a esa escuela. Porque no iba a escucharme. Eso lo sabía muy
bien sin necesidad de acercarme a preguntárselo. No iba a hacerlo. Intenté
alejar ese pensamiento de mi cabeza durante días, pero era difícil. Y terminé
planteándomelo tantas veces que Jack se dio cuenta de que algo iba mal. Al
principio, insistió en que hablara con él, pero cuando se percató de que no
quería hacerlo, se limitó a darme un beso en los labios para reconfortarme por
lo que fuera que me pasara.
¿Cómo podía ser tan estúpidamente perfecto?
Creo que fue al día siguiente, cuando amaneció, cuando fui capaz de
admitir lo que quería hacer.
Quedarme con él.
Había estado todos esos días de vacaciones pensándolo y había llegado a
la conclusión de que no quería separarme de él.
Cuando fuimos a por nuestras maletas a mi habitación el último día, noté
que él me miraba de reojo.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí con la cabeza. No me había preguntado eso desde hacía unos días.
—Estaba pensando… si quiero llevarme algo más de aquí.
Su cara se iluminó con una sonrisa burlona.
—¿Puedo revisar tus cajones a ver qué cosas interesantes encuentro?
—Puedes revisar lo que quieras, pero no creo que encuentres nada
interesante.
—Reto aceptado.
Fui a mi armario, cogí algunas sudaderas que había echado en falta y las
lance al interior de mi pequeña mochila rosa chillón. Escuché que él abría y
cerraba cajones, pero no parecía muy entusiasmado con los resultados.
Ya estaba metiendo lo que había elegido en la mochila, cuando vi que
miraba dentro de un cajón con más atención.
—Una pulsera que nunca te he visto puesta —murmuró.
—Casi nunca llevo pulseras ni complementos.
—¿No tienes collares? —Hizo una mueca al ver que solo había pendientes
y pulseras.
—Creo que no —dije, encogiéndome de hombros.
—Mmm… ¿Qué más? Un cuaderno…
—No es un cuaderno —protesté.
—¿Es un diario?
Se le iluminó la cara y lo abrió con curiosidad. Sonreí al ver su cara de
decepción al segundo siguiente.
—¿Por qué hay una lista de nombres, de lugares… y de personas?
—Cuando era pequeña, tenía una lista de cosas de las que me sentía
orgullosa: de haber ido a Disney, de aprobar cálculo… Tonterías.
—¿Y yo no estoy aquí? —Enarcó una ceja.
—Tú estás detrás —bromeé—. En la lista de errores de mi vida.
Fue a la última página y vi que la revisaba concienzudamente.
—Que Spencer te pillara haciéndote fotos —asintió con la cabeza, como
si estuviera de acuerdo—, haberte caído a una piscina estando vestida, haber
elegido una asignatura que no te gustaba solo para estar con tu amiga en
clase…
Se detuvo y frunció el ceño.
—¿Por qué no está escrito Malcolm?
—¡Hace años que no escribo nada en ese cuaderno! Y se llama Monty,
pesado.
—Nunca es tarde para añadirlo.
Sonrió ampliamente y volvió a dejar el cuaderno en el cajón para seguir
curioseando hasta que fue hora de marcharnos.
Nos despedimos de mi familia y mi madre nos estrujó a ambos en un gran
abrazo. Cuando estuvimos en el taxi, no pude evitar mirar mi casa y luego a
Jack, que me sonrió.
¿Estaba haciendo lo correcto?
Todavía no era tarde para rectificar.
Pero… no. No había nada que rectificar.
Clavé la mirada en mis manos. Era lo correcto. Lo era. Quería quedarme
con él. Quería estar con él.
Estuve en silencio en el avión y casi todo el camino restante. Fingí estar
dormida para que no me hablara. Había dormido poco y me dolía la cabeza.
Incluso me había puesto sus gafas de sol, cosa que no hacía nunca.
Él aparcó el coche en el garaje y bajamos en silencio. Jack recogió
nuestras dos mochilas y cargó con ellas hasta el ascensor. Nada más abrir, el
olor a quemado me inundó las fosas nasales e hice una mueca. Naya estaba
chillando. Entramos corriendo al salón, alarmados, y la encontramos abriendo
el horno en la cocina.
—¡Mierda! —soltó.
Una nube negra salió del horno y de una bandeja que sujetaba con un
pollo del mismo color. Naya estaba histérica. Will, Mike y Sue se reían de
ella disimuladamente desde la barra.
—¿Veis por qué no quería ponerme a coci…? —Se detuvo al vernos—.
¡Hola, chicos!
—¿Estás intentando que el apartamento arda? —preguntó Jack.
—Oh, cállate, Ross. Diez dólares a la basura…
—¿Qué intentabas hacer? —pregunté, divertida, olvidándome por
completo de lo que había tenido en la cabeza durante todo el camino.
—¡Pollo al horno! Quería que tuviéramos una cena decente.
Suspiré y la miré.
—Si no te has aburrido de cocinar, podemos ir a por otro pollo y te ayudo.
—¡Por cosas así eres mi mejor amiga! —chilló, entusiasmada.
Así que ella, Will y yo nos pasamos la tarde cocinando como idiotas e
intentando no hacer un desastre. Al final, nos salió un plato
sorprendentemente bueno. Sue olisqueó el aire cuando lo dejamos en la mesa
de café. Todos nos sentamos alrededor y Naya miró a Mike con el ceño
fruncido cuando preguntó por qué no habíamos puesto la televisión.