Estúpido. La palabra repiqueteaba en su cabeza a medida que cruzaba la intersección de la Autopista 32 y la Ruta Estatal 411. Estúpido. Si necesitaba alguna prueba de que Dios estaba de su parte, llegaba en el momento preciso. Había estado conduciendo hacia el lugar del cuarto asesinato—la que sería su cuarta ciudad—cuando vio el coche de policía salir por la Ruta Estatal 411. Cuando lo vio, siguió hacia delante por la Autopista 32, con su corazón martilleándole en el pecho. Quizá fuera solo una coincidencia. Quizá el policía estaba en patrulla de reconocimiento, en busca de conductores temerarios. O quizá hubieran encontrado el poste. Sabía que le estaban investigando: había leído las historias sobre el Asesino del Espantapájaros en los periódicos, pero no se había molestado en leerlas o en mirar las noticias sobre su trabajo en la televisión. No estaba haciendo esto por la atención ni la publicidad. Lo estaba haciendo para diseminar la ira de Dios, y para enseñar al mundo una lección sobre el amor, la misericordia y la pureza. Sin duda, la policía no entendería esto. Y si habían encontrado el lugar que había estado destinado a erigir su cuarta ciudad, todo podría acabarse para él. No podría terminar su tarea y eso no le complacería a Dios. El cuarto lugar tendría que cambiar. Quizá le ayudara, a la larga. Quizá la policía estuviera tan ocupada tratando de encontrarle en su cuarta escena que podría terminar su trabajo en alguna otra parte sin ningún riesgo de que le atraparan. Llegó a un supermercado en la Autopista 32 y le dio la vuelta a su camioneta en el aparcamiento. Se dirigió de vuelta a la intersección y la atravesó sin echar ni un vistazo a la Ruta Estatal 411. Con su sacrificio ya seleccionado y preparado, todavía podría construir su cuarta ciudad esta noche, como había planeado. Su trabajo continuaría en otra parte. * Abrió los ojos y le explotó una punzada de dolor dentro de la cabeza. Soltó un grito y se dio cuenta de que su voz sonaba extraña, como amortiguada. Intentó levantar la mano y llevársela a la boca, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. Cayó en la cuenta de que tenía una mordaza de tela sobre la boca, atada con fuerza, que penetraba las comisuras de sus labios. Parpadeó con rapidez, tratando de hacer desaparecer el dolor de su cabeza. A medida que sus ojos empezaron a enfocarse y se desvaneció la confusión del atontamiento, empezó a caer en la cuenta de dónde se encontraba. Estaba sobre un suelo de madera firme que estaba cubierto de polvo. Tenía los brazos atados detrás de su espalda y sus tobillos también estaban atados. La habían dejado en ropa interior. Fue este último hecho el que le trajo todo de repente a la memoria. Anoche, un hombre había salido de la nada cuando llegaba a su casa. Eran las cuatro de la mañana y ella… Dios, ¿qué había hecho? El sujetador rosa fucsia que llevaba puesto le hacía imposible olvidar lo que había estado haciendo la noche anterior. Había hecho lo posible para convencerse de que trabajar como acompañante era diferente a lo que hacían esas otras mujeres. Tenía más clase, más autocontrol. Pero, al fin y al cabo, había hecho lo mismo que las otras mujeres hacían. Le habían pagado de maravilla (en fin, mil quinientos dólares por una hora y media de “trabajo” no estaba del todo mal) y después de hacerlo no se había sentido tan mal como esperaba. Y entonces había aparecido aquel hombre, saliendo de las sombras. Solamente había dicho hola y después le había agarrado por el cuello. Olió algo durante un momento y al tiempo que perdía el conocimiento, le escuchó susurrar en su oído algo sobre sacrificios y aguas amargas. Y ahora estaba aquí. Todavía llevaba las bragas puestas y no sentía ningún dolor, así que estaba bastante segura de que no la habían violado. Aun así, estaba en una mala situación. Intentó ponerse de rodillas, pero cada vez que estaba a punto de conseguirlo, sus tobillos atados le hacían perder el equilibrio, golpeando su hombro contra el suelo. Yació allí, llorando, e intentó recordar la última cosa que le había dicho el hombre antes de que lo que fuera que le había puesto en la nariz y la boca le hiciera perder el conocimiento. Poco a poco, lo recordó. Y sorprendentemente, la locura de todo ello hizo que prefiriera flaquear y rendirse antes que figurarse una manera de salir de esta situación. No te preocupes, había dicho él. Construiré una ciudad para ti.