—No creo que esto sea una buena idea —susurró Thiago, quien había viajado doce horas desde la ciudad para visitar a sus tíos que vivían en el campo norteño de Argentina.
—No seas miedoso, pronto nos iremos —le dijo su primo, Lucas, dejando así escapar una risa de lo más pavorosa.
Este lo estaba incitando a salir hacia un jardín, el cual estaba un tanto lejos de la cabaña donde se encontraban.
Sus padres habían salido en busca de la cena, por lo que estarían solos durante la media hora restante.
Lo único que se podía ver a tal hora de la noche eran la luz de la luna y las estrellas, además de algunos cuantos faroles pequeños y antiguos que apenas lograban alumbrar el camino de tierra que llevaba hacia el mirador.
Thiago, a la edad de diez años, tenía la valentía de un nene de cuatro; y Lucas, de doce años, tenía la picardía de un adolescente de dieciséis. El niño rubio y de tez pálida quería demostrarle a su intolerante primo que él podía ser así de valiente o más.
Así fue como aquel niño, con todo el temor que podía cargar en su flacuchento cuerpo, salió de la cabaña rumbo al jardín. Dio un paso en falso, las piernas le temblaban. Detrás suyo, su primo trataba de alentarlo gritándole que no lo dejaría solo; entonces dio otro paso, ya iban siendo dos, tres, cuatro, cinco, inclusive. Las piernas ya no le temblaban pero avanzaba con precaución, fue por eso que siguió su rumbo dando treinta pasos exactos.
Lucas, al ver que su pequeño primo ya estaba cerca de la mitad del camino, decidió irse. Nunca tuvo mala intención, su plan era jugarle una simple broma. Thiago no se dio cuenta puesto que sentía que estaba superándose a sí mismo y, a su vez, no quiso darse vuelta para verlo por el mismo miedo que aún le recorría las venas.
Había un silencio sombrío en el lugar. Al frente suyo, cientos de hectáreas de bosque y maleza rodeaban el lugar. La luna se revestía de un color amarillento, se veía gigante; así fue que recordó, para tranquilizarse quizás, que en su departamento de Lanús, la luna se mostraba chica y de un color gris, muy, muy claro. Todo en el campo era oscuridad y lo único que podía oírse era la estridulación de los grillos.
Siguió dando dos pasos más, todo parecía ir bien, ya quedaba poco para llegar a su destino, por eso es que se dio la vuelta. Al ver que su primo ya no estaba en la entrada de la puerta trasera quiso correr, mas no pudo. Sintió que una brisa fresca le bajaba desde arriba de su espalda hasta la cintura; le recorría la columna vertebral. Se envolvió de terror, sus manos, por no decir todo su cuerpo, comenzaron a temblarle, tal como sus piernas segundos antes. Entre el silencio sepulcral de la medianoche se oyó un llanto desgarrador, tan pero tan fuerte, que Thiago tuvo que taparse los oídos, puesto que llegó a dolerle la cabeza.
Fue un llanto que iba convirtiéndose en gemido y que volvía a ser llanto en cuestión de segundos. El niño permaneció inmóvil, sudaba del espanto. Algo detrás suyo causaba ese sonido tan horrible; él no sabía qué era, pero no podía irse, sentía la necesidad de voltear. Pudo escuchar voces, ellas le decían, más bien, lo obligaban, querían que se diera la vuelta. Él no quería hacerlo pero en lo más profundo de su ser había algo que le repetía que debía, sentía ese impulso. Sus mejillas se humedecieron, las lágrimas caían una detrás de la otra.
Poco a poco, su cuerpo comenzaba a ceder. La fuerza de voluntad del pequeño no le bastó para luchar aquella guerra invisible. Al girar, lo que vio le causó un mayor horror. Frente a él había una cabeza de hombre, con una abundante cabellera larga y negra, ojos desorbitados y tremenda dentadura aberrante, la cual flotaba en el aire y seguía gimiendo y llorando.
La cabeza, conocida por todos los campestres como «la humita», se transformó en toro o en ternero, y lo condujo por un sendero que se abría entre los árboles, alejándose así cada vez más de la pequeña casa mal estructurada de madera.
Seguidamente, éste le narró su culpa al niño, quien ya no parecía tener miedo, pero que por dentro sufría estando atrapado en aquel cuerpo endurecido. Su nuevo hogar, una jaula.
Juntos estuvieron hasta el alba. Thiago, por haber recibido tan profundo secreto de parte de la cabeza errante, perdió el habla para siempre. A diferencia de otros campesinos que, desdichadamente, se cruzaron con la humita, nadie volvió a saber de él.
Algunos dicen ver a lo lejos un punto blanco en la oscuridad del campo, en el horizonte, el cual se mueve lentamente de un lado hacia el otro. Toda la gente recomienda taparse inmediatamente los oídos y darse la vuelta, cambiando su rumbo.
Nunca andes solo, mucho menos de noche, por el campo.
(N/A. Género misterio/suspenso).
Este es un cuento que hice para Literatura, por y para fines educativos. Mi profesora quería que escribiéramos un relato basándonos en un mito/leyenda a elección; yo elegí el de La Humita.
Para los que no la conocen, se trata, como bien escribí en el relato, sobre una cabeza rodante que llora y gime.
Este mito/leyenda llegó a mí gracias a mi mamá. Mi abuela, quien vivía en el campo (Los Frentones, Chaco), le contaba a ella que muchas veces, cuando ella volvía a su casa/rancho, escuchaba detrás suyo a esta cabeza y su gemido, y si ella se daba la vuelta, podía morir. Esto le pasaba a mucha gente en el campo, por eso es que ya sabían que no debían mirarle, si la ignoraban y llegaban a sus hogares, ésta los dejaba tranquilos.
Más tarde, cuando trabajaba en mi investigación, encontré en la internet la descripción exacta de La Humita, y más detalles que escribí en el cuento.