Alan suspiró aliviado cuando finalmente recibió la llamada de su abogado diciendo que el divorcio había sido todo un éxito. Era extraño, siempre imaginó que al divorciarse sentiría tristeza pero no, en realidad lo único que sentía era paz.
—Es porque ni siquiera la amabas para empezar– comentó Sebastián, al otro lado de la línea telefónica. —Te dije que casarte era mala idea cuando no estabas seguro de lo que sentías–.
Y era verdad, en el fondo Alan simplemente se había casado por "compromiso". Lisa había insistido hasta el punto de volverlo asfixiante y él la complació simplemente por estúpido... Y para que dejara de molestarlo. Dos años y medio después, ya era libre de nuevo.
—Como sea, la buena noticia es que está hecho– suspiró y frunció el ceño al escuchar el sonido de la sirena de ambulancias por la línea. —¿Estás conduciendo?–.
—Llevo el altavoz encendido– se excusó Sebastián antes de hacer sonar la bocina de su automóvil —el tráfico está horriblemente pesado ¿qué está pasando?–.
Alan sonrió cuando escuchó la voz de su primo mayor alzarse mientras maldecia.
—¿Por qué tan desesperado?–.
—Si te lo digo te burlarás de mi– suspiró Sebastián.
Aquella respuesta metió más curiosidad de la necesaria. Alan se lanzó una mirada al espejo al tiempo que terminaba de arreglarse para salir. Su cabello estaba resultando ser todo un desafío esa mañana, sus mechones castaños cenizos se alzaban en todas direcciones como el nido de un ruiseñor. El clima era malo. La lluvia había sido constante desde la noche anterior y el cielo no parecía estar despejándose aunque fuera un poco.
—Prometo no reír demasiado– respondió luego de un momento mientras luchaba por apaciguar la rebeldía de su cabello.
—Voy a una de esas "citas relámpago", "citas rápidas" o como se llamen. Ya sabes, en donde debes ir cambiando de mesa y conocer a las chicas en un minuto– contestó Sebastián, resignado.
—¿Es broma?– Alan parpadeó sorprendido —acabas de sermonearme por haberme casado sin sentir amor–.
—Es diferente– exclamó el mayor, a la defensiva —yo sólo voy en busca de una posible candidata para ser mi novia... La verdad es que estoy cerca de los treinta y no puedo seguir ignorando la realidad–.
—¿Y esa realidad es...?–
—¿Cómo decía nuestra tía Tilda? ¿Se me pasa el tren? Creo que así era... ¡oiga, avance señor!–.
Alan arqueó una ceja y se dirigió a la puerta principal listo para ir al trabajo a pesar de que no se sintiera con ánimos.
—La diferencia de edad entre tú y yo no es tanta– recordó.
—Pero al menos tú ya tienes un divorcio en el archivo, yo muy apenas llego a un noviazgo de mes y medio y una cita catastrófica de Tinder–.
Alan rió sonoramente.
—De todos modos ¿no es muy temprano para ir a una de esas "citas"? Usualmente son en la tarde, casi noche–.
—Lo mismo pensé pero al parecer tienen un horario programado. Resulta que el ingenio avanzó mientras yo me dedicaba a trabajar y ahora esas "citas" son mucho más que sólo "citas". Hasta donde entendí luego de charlar un rato con cada mujer los organizadores los llevan a caminatas, catas de vino y más tontería formalista que no necesito pero igual haré–.
Alan esbozó una mueca y salió de la casa rumbo a su auto.
—Buena suerte con eso– dijo.
—Da igual pero aún así me pondré muy triste si no logro mantener el interés en una de esas mujeres– Sebastián sonaba sinceramente mortificado. —Empiezo a creer que no llegaré jamás con este tráfico... Woah–
—¿Qué?– Alan prestó atenció a su primo cuando ya estaba dentro del auto listo para arrancar.
—Es un accidente horrible, veo hasta ocho autos volcados y destrozados, ahora entiendo todo. Maldición, esa pobre gente... Creo que veo el cerebro de alguien embarrado en el pavimento–.
Alan arrugó la nariz.
—Avanza pronto y ten cuidado. Debo irme o llegaré tarde. Llámame luego para saber cómo te fue– se despidió ya cuando se encontraba dando reversa para salir de su lugar de aparcamento frente a su casa.
—Hecho, también cuídate, el clima está de la mier...– la llamada se cortó.
Alan sonrió y arrojó su móvil hasta el asiento del pasajero para finalmente avanzar por las calles. Encendió la radio, en todos lados se hablaba del accidente, parecía realmente horrible. Cambió de estación hasta dar con una en donde no hablaran de desgracias y avanzó.
La escuela media donde impartía como profesor de literatura no quedaba muy lejos. Llevaba casi cuatro meses trabajando allí y hasta ahora resultaba no ser tan complicado como le habían advertido que sería. Claro, algunos de los adolescentes eran fastidiosos y conflictivos pero hasta el momento no había tenido mucho problema. Los coqueteos de sus alumnas hacia él no faltaron desde el primer día, pero nada demasiado insinuante como para tener que levantar una queja.
Cuando se detuvo en el estacionamiento del edificio lo primero que notó fue que la lluvia aumentaba lentamente y que no había demasiados autos. Quizás el tráfico del accidente los estaba retrasando a muchos, pensó mientras bajaba y corría hasta llegar lejos del alcance de la lluvia.
Dentro el silencio reinaba.
Había poca gente deambulando por los pasillos, al parecer muchos se habían tomado el día libre y con ese clima no le sorprendió. Esperaba que fuera un día tranquilo. Por lo general sus primeras cuatro horas eran las más ruidosas pero en esa ocasión fueron casi sepulcrales. En su primer hora tuvo sólo diez alumnos de los veinticuatro que solía tener y para la cuarta hora sólo dos estudiantes aparecieron en el aula. Casi lo hizo extrañar el bullicio.
Empezaba a sospechar que algo raro pasaba.
—Como si hubiera ocurrido algo de lo que no nos dimos cuenta– comentó la profesora Ana, de álgebra, durante su receso.
Ana Ferro era una mujer elegante de mirada cansada. Estaba cerca de los treinta y cinco pero en ocasiones parecía de cuarenta y tantos. Alan la observó en silencio y luego lanzó una mirada alrededor de la sala de maestros. Sólo eran ellos dos. El olor a café se mezclaba con el perfume de ella.