El sonido de las hélices de un helicóptero sobrevolando demasiado bajo despertó a Mía.
Pudo sentir las vibraciones que dejaba el armatoste al pasar cerca de su hogar. Frunciendo el ceño, apoyó los codos sobre la cama y se incorporó un poco. La habitación estaba a oscuras. Tenía las cortinas corridas pero el sonido de gotitas contra el cristal le daba a entender que la lluvia seguía. La cabeza le dolía un poco y aún se sentía congestionada. Odiaba la gripe.
Buscó el reloj con la mirada, ya pasaba de las once de la mañana. Había dormido durante casi dieciocho horas seguidas. Su cuerpo se sentía agotado y pesado cuando intentó moverse y sus articulaciones crujieron. Se puso en pie y caminó hacia el baño, desalojando su vejiga primero para luego tomar una ducha con agua caliente.
Salió sintiéndose mucho mejor, la fiebre había pasado y sus músculos se sentían más relajados. Caminó en busca de algo para comer, deteniéndose para tomar su móvil el cual por algún motivo no le daba señal. Llegó a la cocina y observó una nota sobre la isla.
«Fui a la escuela, trata de no morir en mi ausencia».
Estaba firmada con una carita feliz.
—Sólo a Camila se le ocurre ir a clases con este clima– suspiró al pensar en su hermana, y encendió la televisión pero ¡oh sorpresa! tampoco daba señal. —¿Es broma?–.
Resopló indignada y decidió tomar el desayuno simplemente leyendo la copia de su tesis por décima octava ocasión. La había terminado desde semanas atrás y todos los días la leía sin excepción tratando de encontrarle alguna falla. Comió en silencio, leyendo con calma.
Una vez que terminó bebió su medicina para la gripe y se sentó a reposar la comida, sin embargo el sonido de la puerta principal de su casa abriendo y cerrando la hizo incorporarse. Esperaba que fuera Camila pero en realidad a quien encontró no fue a otro que a su vecino de enfrente.
—¿Qué demonios...?–
Diego Bern parecía demasiado confundido y alterado, por lo que cuando escuchó la voz de Mía retrocedió un paso y alzó un bat de béisbol por encima de su cabeza a modo defensivo. Sus ojos recorrieron a la chica sin ser capaz de reconocerla hasta que finalmente algo de comprensión brilló en su mirada.
Mía lo analizó con desconfianza y entre cerró los ojos cuando notó el charco de agua de lluvia que el tipo estaba dejando sobre su impecable piso.
Diego Bern era conocido entre el vecindario no precisamente por ser una buena persona o al menos eso había escuchado. Al parecer había estado en prisión algunos años atrás, se juntaba con gente peligrosa, tenía novias que decían veinte groserías por minuto y básicamente era el estereotipo de "chico problema".
Todos lo veían mal pero Mía nunca se pudo obligar a si misma a que le importara, es decir, el tipo de amistades que elegía y la calidad de vida que llevaba ese sujeto no era su problema. La cuestión era, que ahora el mal viviente se encontraba en su casa blandiendo un bat de béisbol y con una cara de loco que no ayudaba.
El moreno alto iba empapado, tenía una herida cerca de la ceja derecha, jadeaba y tenía los nudillos llenos de sangre. Mía se pregunto si así era como empezaban las historias de asesinos seriales. O quizás era cómo terminaban, más bien.
—Uh... ¿Hola?– trató de no ser demasiado directa e intentar dialogar razonablemente con su demente vecino.
—Silencio– Diego agitó la mano para callarla.
Correcto.
Mía lo vio moverse rápidamente directo a su cocina. Diego revoloteo alrededor en busca de algo ¿acaso estaba tratando de robarle? ¿Se encontraba drogado? ¿Debía llamar a la policía? ¿Dónde había dejado su gas pimienta? Aunque muy probablemente a esas alturas ya ni serviría, lo tenía desde los doce años.
—¿Puedo ayudarte... Amigo?– preguntó con calma, caminando hasta el moreno pero sin acercarse demasiado.
—Mi ex novia me quiere matar– respondió Diego, removiendo entre los cajones de la alacena hasta dar con los cuchillos de cocina.
—Oh, ya veo– Mía se cruzó de brazos, ella no tenía demasiada experiencia en ese campo, es decir, nunca terminó tan mal sus antiguas relaciones. —Bueno, algunas veces hablar es necesario, ya sabes, cerrar los ciclos de manera correcta–.
Diego guardó algunos de los cuchillos y alzó la mirada con incredulidad.
—No, no lo entiendes ¡ella de verdad trata de matarme! Todo mundo intenta matarme ¿que no has salido?– apuntó a la puerta.
—Estoy enferma–.
Diego retrocedió con precaución viendo a Mía como si fuese la psicópata desquiciada y no él.
—¿De qué? ¿Tienes fiebre? ¿Cuánto tienes así? ¿Te mordieron?– preguntó.
Mía frunció el ceño, algo andaba mal pero imaginó que su vecino no estaba tan cuerdo después de todo.
—Es sólo gripe, llevo así desde ante ayer y si, tuve un poco de fiebre pero nada grave y... Mira, no sé que clase de fetiches raros tengas o si te gusta que te muerdan pero yo soy gente sana... Al menos mentalmente, y no soy masoquista– respondió antes de estornudar.
Diego no parecía conforme pero decidió no prestarle atención y siguió tomando todo lo que pudiera encontrar como arma en la casa.