Aprendiz

Lucha

El tormento de una de tantas pesadillas que antes la abordaban regresó, tomándola desprevenida. En él, el dolor que el monstruo le causaba era insoportable. No lograba verle el rostro por más que lo intentaba, pero le tenía miedo, uno tan grande que evitaba que fuera capaz de defenderse. La pesada espada se mantenía en sus manos, pero no contaba con las fuerzas para lograr levantarla, mucho menos para defenderse y detener a aquel ser tan aterrador. Fue el murmullo que se dejó escuchar el que la ayudó a que despertara.

Transcurrieron tres semanas luego de la celebración y Luna ya estaba más que acostumbrada a ser parte de ese pequeño lugar. Fue memorizando nombres y rostros de las personas que la invitaban a convivir. Ninguno de esos individuos le mostró desagrado alguno, aunque en el fondo sabía que cada uno, a su manera, guardaba un secreto que, era evidente, les incomodaba más de la cuenta.

Le lastimó darse cuenta de que Alí no deseaba verla, ya que salía cuando terminaba de consumir los primeros alimentos y regresaba cuando ya era hora de ir a dormir. Supo que se ocupaba de las cuentas de las casas y también se enteró de que buscó un oficio extra para gastar el tiempo que le sobraba. Tenía que buscar el momento ideal para preguntarle sus motivos.

De forma constante salía a dar paseos con León para evitar sospechas y lo tomaba de la mano cuando alguien se acercaba a saludar. Todo lo que hacían juntos era planeado por él e incluso tuvo que permitir que le diera un par de pequeños besos, algo que le parecía muy liberal porque estaba acostumbrada a no ver ese tipo de afectos en público, ni siquiera de parejas casadas, aunque allí parecía algo muy normal y hasta necesario. A pesar de que hablaban, no sacaron a conversación el incidente con el vino.

Una noche, mientras se duchaba en una tina de agua caliente a pesar de que el frío ya estaba dándole paso al calor de la primavera, llegó a su mente el recuerdo de la noche en que bailó con León. Pensó directo en la sensación de estar junto a ese hombre cambiante, con esa presencia y ese calor tan propio que poseía. De inmediato la primera canción que compartieron resonó en su cabeza. Días antes había conocido al dueño de la voz prodigiosa que la interpretó cuando acompañó a Lili a conseguir algunas frutas y verduras. Se llamaba Antonio, ella misma se lo preguntó. Era un hombre de cuarenta y siete años, apiñonado, alto, en extremo delgado y con algunas ojeras debajo de los ojos. Mientras se relajaba, la corta charla que tuvieron volvió a sus pensamientos:

—Tiene usted un talento incuestionable —señaló ella cuando tuvo oportunidad de verlo por la calle.

—Agradezco su cumplido, señorita —respondió el cantante, quien le regaló una de las manzanas que llevaba en una bolsa repleta de otras frutas.

—Ha llamado mi interés una composición con la que hizo el favor de deleitarnos, pero, me avergüenza reconocer que no logro saber lo que dice.

Lili se hallaba ocupada y Luna quería aprovechar la ocasión para saber si lo que León le dijo era verdad.

—Creo saber a cuál se refiere y en efecto, es un poco complicada. Está escrita en otra lengua, pero puedo decirle que habla del drama de un corazón roto; aunque creo que ya no aplica tanto ahora, ¿cierto? —Guiñó un ojo.

—Tendrá que disculpar mi ignorancia, pero no comprendo lo que quiere decir —confesó confundida.

—¡Vaya! —Hizo una mueca de incredulidad—. Me sorprende que no lo sepa, si fue su pretendiente quien la escribió, ¿quién más podría?

En ese momento un mar de dudas comenzó a asaltar su cabeza mientras recorría una y otra vez las posibilidades de que alguien como él pudiera ser capaz de mostrar ese tipo de sensibilidad. Ese y otros motivos solo demostraban que el hombre tenía más de un enigma consigo.

La ducha terminó con más preguntas que respuestas y, después de ordenar su recámara, salió convencida de que era hora de colaborar en la casa que ahora habitaba. La había sorprendido de manera favorable el saber que todos, hombres y mujeres, realizaban tareas tanto del hogar como fuera de él, e Isis le recordó al despertar que ese día le tocaba el turno de hacer la comida para todos. En Isadora también era así, al menos tenían algo en lo que coincidían.

Luna se hallaba ya frente a un montón de utensilios de cocina que no tenía idea de cómo usar, sus tareas anteriores estaban muy lejos de desarrollarse en ese ámbito y eso la dejaba expuesta a las burlas de los comensales.

—¡Ay no!, ¿qué voy a hacer? —se preguntó mortificada, colocando los codos sobre la madera y tapándose los ojos. No podía reconocer ante los demás su ausencia de conocimiento porque el orgullo la superaba. Pero, si se arriesgaba a hacerlo, era seguro que lo notarían enseguida.

Luego de unos minutos de contemplar las alternativas, se decidió por intentarlo. A final de todo, tal vez su esfuerzo iba a ser reconocido; o al menos eso pensó. Observó indecisa cada cosa que había sobre la mesa sin tener idea de dónde comenzar, hasta que una risotada logró sacarla de su estupor.

—El tiempo de asueto terminó, ¿eh? ¡Ya veo! Aunque es obvio que a ti solo te enseñaron a golpear a las personas —se mofó León, quien la observaba con los brazos cruzados desde la entrada hacía varios minutos atrás sin que ella lo advirtiera.

—¿Y a ti solo te enseñaron a burlarte del prójimo? —replicó más avergonzada que molesta.




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