Aprendiz

Pasado

Todo el cuerpo le tembló con violencia y se sintió desfallecer. ¡León no estaba allí!, lo supo enseguida y de pronto la torturó la idea de que podía estar muerto o podía estar muriendo en ese momento.

Corrió con locura hasta donde se encontraba el celador, quería saber cuanto antes qué era lo que le había ocurrido a ese hombre que amaba. Aunque fuese la noticia una puñalada letal deseaba escucharla con urgencia. «Por lo menos para tener un cuerpo donde dejarme caer», dijo para sí.

—¡Celador! —le llamó casi sin aliento y no le importó que el tipo se percatara de su nerviosismo. Disimular en esas circunstancias era irrelevante—, ¿dónde está el preso que he venido a buscar? No he podido encontrarlo en ningún calabozo —soltó en pequeñas pausas.

—¡Ah! —respondió desinteresado el malencarado hombre—, debí olvidar mencionarle que es peligroso. —Pareció gozar con sus palabras y el ver que su rostro palidecía lo hizo sonreír—. Así que me ordenaron que lo llevara a las celdas de protección.

—¿De protección? —La impresión que le provocó saber de la existencia de otras mazmorras fue impactante. Después de todo el pueblo de León no era el único con secretos—. ¿Y esas dónde están? —preguntó incrédula y furiosa al mismo tiempo.

—Aquí mismo, pero ocultas. No queremos que encuentren la manera de escapar. —Se regocijó y lo dejó claro cuando sus ojos brillaron, y condujo a Regina hacia una pared falsa de piedra—. ¿Está armada? —la cuestionó al abrirla con esfuerzo.

—Por supuesto que sí.

—Eso es bueno, puede que la necesite.

La pesada y ruidosa puerta descubrió un pasillo angosto que se hallaba oculto hasta el fondo. Ella dio unos cuantos pasos dentro sin cuestionarse y entonces pudo observar. Para su sorpresa, ahí se mantenían por lo menos una decena de celdas que hasta ese momento eran desconocidas para, tal vez, casi todo el pueblo. Todas y cada una cubiertas por rejas más gruesas, oxidadas e ilícitas.

—El prisionero que busca está en la de la esquina. —Señaló un punto que apenas podía ver—. ¿Quiere que me quede? —preguntó con tono poco amable.

—No es necesario. Ve a tus obligaciones y gracias por tu ayuda.

—Cuando quiera salir solo toque dos veces y le abriré enseguida.

Regina asintió y se quedó de pie mientras escuchaba el ruido de la puerta que se cerró tras de sí. Se mantuvo en silencio mirando el siniestro lugar, viendo a la oscuridad reinando cuando el último rayo de luz se esfumó. Un olor nauseabundo rondaba cada rincón y eso le provocó un mareo. La humedad en las paredes era evidente y las deformaba hasta hacerlas lucir aterradoras por las formas espectrales que dibujaba… Pedazos de tela sucia y rota bañaban el suelo descuidado, dejando con ellas varias interrogantes en el aire. Y comenzó a sufrir al saber que León estaba allí, soportando cada asqueroso detalle del deplorable recinto.

Por un momento vaciló, quiso retirarse y volver a casa, salir corriendo y olvidarse que él existía, pero ni el rencor pudo ganarle a la devoción que la hacía silenciar al buen juicio. Así, se encaminó para poder verlo de frente.

Luego de unos metros de trayecto, varios rostros grises y cuerpos inertes dentro de cámaras diminutas, pudo divisarlo hasta el fondo de una. Lo contempló por unos segundos. Se encontraba sentado sobre un pedazo de piedra dentro de esas cuatro paredes siniestras con la cara agachada y los brazos cruzados sobre sus piernas. Parecía ser una estatua, incluso no se notaba su respirar a lo lejos. Ese hombre que la llevó a conocer el amor seguía luciendo tan pacífico a pesar de todo lo vil que lo rodeaba que ella pensó en ir hacia él y pedirle que olvidaran todo, que huyeran e iniciaran una nueva vida juntos; una vida lejos de todo aquello que los separaba… Pero, de pronto y como un golpe de realidad, recordó que uno de los motivos de su alejamiento era él mismo; su falta de sinceridad, su alevosía, su venganza…

—León —susurró al acercarse con pasos lentos a la reja de hierro que lo encerraba. Él no se movió ni un centímetro a pesar de que su voz fue lo bastante fuerte—. Leo, estoy aquí, he venido a verte —volvió a decirle, pero una vez más no reaccionó a su llamado; era como si no hubiese pronunciado palabra y ni siquiera le dedicó una mirada furtiva—. Vine porque quería comprobar que estabas bien. Voy a ayudarte a salir de aquí. Te voy a sacar, ya verás. Leo… ¿me escuchas?

Fue hasta ese instante cuando él se movió. Solo una suave inclinación de su cabeza, tan mísera, que si no hubiera permanecido atenta la pasaría inadvertida.

—Hace algunos años confesé mis afectos a una mujer —exclamó él sin girarse y sonando gélido—, era la más encantadora de todas, pero ha dejado de existir.

—¡Basta ya! —le gritó desesperada y dolida de escuchar esa frase sin sentido. Cerrando sus puños se aferró a la reja que lo mantenía lejos. Deseaba poder arrancarla y acercarse para obligarlo a terminar con su confesión—. ¿Crees prudente exponer algo así en este momento? Porque estoy cansada de saber que amabas a otra, o incluso que sigues amándola —su voz se quebró sin que pudiera evitarlo—. Dime de una vez a dónde quieres llegar. ¡Dímelo ahora! —Fue pasando del enojo a la decepción porque era prisionera de sus propios sentimientos—. ¿Por qué me has usado de esa manera? ¿Por qué me engañaste si lo único que hice fue darte mi corazón?, y tú me fallaste, lo apuñalaste. ¡Habla ya, es momento de hacerlo!




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