Aprendiz

Desvanecidos - Capítulo extra (Regina)

Este capítulo fue eliminado de la versión final, por lo que no está editado.

 

—¡De nuevo mal! —pronunció Dante, luciendo como un ser oscuro y cruel.

—Es que no puedo —alcanzó a decir antes de recibir un empujón que la impactó contra el suelo.

Regina nunca imaginó que llegaría a conocer el sabor de la sangre, esa era una de esas cosas que tuvo que descubrir por culpa de los escabrosos caminos del destino.

Su suplicio comenzó tan solo un par de días atrás, cuando salió sin permiso. Si hubiera sabido todo lo que iba a perder nunca habría abierto esa puerta. Su hermano mayor ya no estaba, ni siquiera sabía a dónde lo habían enviado. ¡Lo extrañaba tanto! Él era con quien jugaba en las tardes, su único compañero y su mejor amigo. Emi, como le decían de cariño, no había dormido en su cama desde el día en que los descubrieron desobedeciendo. ¿Cuándo iba a volver?, era la pregunta que le daba vueltas una y otra vez. El castigo que le impusieron no podía durar tanto y deseaba que el suyo también terminara.

Llevaba dos noches durmiendo muy mal. La despertaban apenas salía un tenue brillo de sol y se iba a la cama cuando ya estaba entrada la oscuridad. Su cuerpo se vencía de inmediato, como si se desmayara, pero las horas no eran suficientes para lograr sentirse repuesta de tanto esfuerzo al que era sometida. Sus padres la mantenían en entrenamiento todo el tiempo. Si no se encontraba comiendo o haciendo sus necesidades básicas, se encontraba entrenando. Esa era la ocupación que menos la seducía, nunca le gustó el oficio de sus padres y era Emiliano el que iba a entrar a Orión por ser el mayor y el más amado. Él era el obediente y dócil, ideal para ser moldeado, pero ahora ya no estaba y era su obligación el tomar su lugar.

—¿Dónde está Emi? —se atrevió a preguntar mientras su padre se giraba para respirar, harto de lidiar con su torpeza.

—¡Ese nombre ya no se dice en esta casa!, ¿entiendes? —rugió de inmediato, acercándosele con sus ojos llenos de ira.

—No puedes decirlo en serio, papá —chilló sin comprender lo que acababa de escuchar.

—Oh, sí que hablo en serio. Si vuelvo a escucharte mencionar su nombre voy a enseñarte a obedecer de otras formas todavía más severas —le advirtió.

Regina sabía que él siempre cumplía con los castigos, pero ¿qué podía ser más severo que tenerla la mayor parte del día de esa manera?

Pasaron los días y su situación no mejoraba. Nadie mencionaba ya a su querido hermano, incluso su habitación fue modificada y la convirtieron en una estancia de costura. Fue como si toda su esencia se hubiera esfumado. ¿Cómo podía una madre dejarlo ir así? Amelia era tan unida a él. ¿Cómo pudo desprenderse sin siquiera luchar?

En una acalorada confrontación, Dante lanzó un ataque sin detenerse a medir su fuerza. Un hombre tan grande y adiestrado se abalanzó sobre el escuálido cuerpo de Regina y le propinó un fuerte golpe que pronto nubló su vista. El mango de la espada fue a dar directo al costado de su cráneo e hizo que la sangre corriera escandalosa por todo su rostro. Fueron los pies de su padre lo último que vio antes de perder la conciencia.

Al despertar, encontró a una mujer contemplándola con profunda pena, como si sufriera con ella lo que le estaba pasando. Lucía mayor, de unos sesenta años, con cuerpo robusto, su cabello era blanco como la nieve y un aroma a chocolate la envolvía.

El dolor de su cabeza era insoportable y se volvía una tortura con solo intentar moverse.

—¿Cómo te sientes, mi niña? —quiso saber de inmediato.

—¿Quién eres? —le preguntó confundida. No era capaz de reconocer su rostro.

—Debes estar aturdida todavía por el “accidente”. Trata de dormir un poco más, no quiero que vean que ya estás despierta. Fue una suerte que no te haya matado. —Lo último lo dijo con un tono de voz baja que denotaba desprecio.

Regina obedeció sin comprender nada, le costaba hilar los pensamientos, pero su cuerpo le exigió seguir sanando y cerró los ojos.

La mujer que antes vio regresó a su habitación, esta vez llevándole comida.

—Mi niña, intenta comer algo —pidió de una manera tan dulce que le fue imposible negarse.

Con gran esfuerzo se sentó sobre la cama y la mujer le ayudó a alimentarse.

—¿Quién es usted? —La pregunta salió sin más y la receptora dirigió su vista de inmediato hacia ella.

—¿Sigues sin saberlo? —En su mirada reflejaba una gran preocupación—. Bueno, tal vez es mejor así… —susurró y una expresión de tremenda tristeza se asomó—. Soy tu nana, yo te cuido y te voy a cuidar hasta que ya no pueda hacerlo.

 

Con el pasar de los días los recuerdos volvían. Aunque era poco a poco y fragmentados, volvían, siendo los preciados recuerdos de sus nuevos amigos, de su hermano y el de aquel primer amor los que no lo hicieron. Después de todo, no había algo en esa casa que la ayudara a saber que tenía un hermano mayor, aunque a partir de ese suceso comenzó a sentir un hueco en el estómago que de pronto la abordaba.

 

Apenas se sintió capaz de estar de pie se retomó su entrenamiento. Amelia evitaba tener contacto con su hija, no era capaz de tolerarla cerca por mucho tiempo. Centraba su atención en su embarazo y anhelaba que fuera un varón para que pudiera creer que tenía devuelta a su pequeño.

 

Los días se convirtieron en meses y luego en años. La exagerada demanda de Dante la fue convirtiendo en lo que tanto quería: un ser que solo sabía obedecer. Incluso abandonó por completo su pasión, que era dibujar. Ya nada importaba más que Orión y el bienestar de todos, menos el de ella.

Su nana fue la única persona que le dio amor verdadero durante esos insoportables momentos en que quería quedarse dormida y no despertar jamás. Fue una lástima que muriera en las vísperas de su cumpleaños número catorce, y se llevara con ella lo poco que le quedaba de cariño auténtico.




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