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La primera vez que abrí la puerta de aquel despacho, la madera rechinó como si la resistencia viniera no solo de los goznes oxidados, sino del mismo muchacho que se escondía dentro. El aire estaba impregnado a medias de tinta fresca y a medias de polvo antiguo, ese olor que nace cuando los libros llevan demasiado tiempo encadenados a los estantes.
El sol entraba apenas por la ventana, dorando los lomos de pergaminos desperdigados en el suelo. Y ahí estaba él: Aerion. No sentado en un escritorio, no sosteniendo una pluma, sino tendido en el suelo, con el cabello desordenado cayéndole sobre la frente y una torre de volúmenes abiertos alrededor de su cuerpo como una muralla improvisada. No parecía un joven noble. No parecía un heredero. Parecía… un rehén, secuestrado por sus propias páginas.
Yo, jefe de la guardia real, había recibido la orden directa de su padre: “Entrénalo. Haz de mi hijo alguien capaz de sostener una espada, de defender su vida. No me importa cómo lo hagas, solo quiero verlo de pie cuando el peligro vuelva a tocar a nuestra puerta.”
Difícil negarse. Difícil aceptar también.
Me crucé de brazos y di un paso al interior. —Levántate. —Mi voz llenó la habitación como un mandamiento.
Él, en cambio, ni se inmutó. Sus ojos seguían el rastro de una línea escrita en el libro sobre su pecho.
—¿Acaso no escuchaste? —repetí, más fuerte—. Te ordeno ponerte de pie.
Aerion giró lentamente el rostro hacia mí. Sus pupilas eran claras, inquietantes, como si guardaran tormentas que jamás llegaban a estallar. Había algo en él… impredecible, pero a la vez honesto, como si no supiera ocultar lo que pensaba.
—No me levantaré. —Su voz era serena, pero su negativa se incrustó como acero frío en el aire.
Mis cejas se fruncieron. —Esto no es un juego. Tu padre me pidió que te entrene, y pienso hacerlo.
Él cerró el libro con calma y lo dejó a un lado. —Mi padre puede ordenar lo que desee. Yo no aceptaré. No seré su marioneta de guerra.
Allí estaba la primera batalla: no contra su debilidad física, sino contra la voluntad de un joven que no quería ser salvado. Podría haber sido terquedad infantil o miedo disfrazado, pero en su mirada había algo distinto… una claridad cortante, como la de alguien que ya decidió su camino y no piensa moverse ni un paso, aunque lo arrastre un huracán. Yo he visto soldados romperse bajo el peso de una orden, hombres llorar cuando la disciplina los devora. Pero Aerion… Aerion parecía construido de otra madera. Una frágil y firme al mismo tiempo. Y ahí me descubrí pensando: ¿qué clase de hierro puede doblarse así, sin quebrarse, y aún negarse a ser espada?
Me acerqué despacio. —No estoy aquí por gusto, Aerion. ¿Crees que me complace cargar con un erudito testarudo? ¿Que disfruto interrumpir mis deberes para sacarte de tu nido de papel?
—Entonces márchate. —susurró él, sin levantar la voz.
Esa calma me hirió más que un grito. Sin pensarlo, me incliné y lo levanté en brazos como si no pesara más que uno de sus libros.
Aerion se tensó, sorprendido. —¡¿Qué estás haciendo?!
—Lo que tu padre me pidió. —gruñí—. No importa cuánto patalees, vendrás conmigo.
Sus manos golpearon débilmente mi pecho, pero no opuso verdadera fuerza. Quizás porque nunca había aprendido a usarla.
—¡Bájame, Draven! ¡No tienes derecho!
—Tengo el deber. Y el deber no necesita tu permiso.
Al sostenerlo en brazos, sentí su fragilidad. No era como cargar una armadura o a un soldado herido. Era como levantar un ave que jamás ha volado y que teme al viento. Me dolía esa debilidad, no porque me molestara cargarlo, sino porque sabía que afuera, en el mundo real, nadie tendría la paciencia de sostenerlo así. Si caía en una emboscada, si un enemigo venía por él… ¿quién lo levantaría entonces? Sus libros no podían alzarlo. Sus palabras no podían protegerlo. Yo debía ser esa fuerza, aunque él me odiara por ello.
El trayecto hasta el campo de entrenamiento fue una mezcla de miradas curiosas y risas contenidas. Los guardias que me acompañaban hicieron comentarios cuando me vieron aparecer con Aerion cargado como si fuera una dama desmayada.
Uno de ellos, un viejo compañero, silbó. —Draven, pensé que entrenabas soldados, no princesas.
Algunos rieron. Yo solté un bufido, aunque mis labios no pudieron ocultar una sonrisa leve.
—Guarden sus bromas. Hoy tenemos trabajo.
Aerion, en cambio, clavó la mirada en el suelo, el rostro enrojecido de rabia y vergüenza.
Lo deposité finalmente en medio del campo, bajo el sol implacable. El suelo de arena estaba marcado por cicatrices de espadas y pasos pesados. Los aros de madera para prácticas estaban dispersos, y las armas de entrenamiento esperaban apoyadas en bastidores.
—Aquí empieza tu camino. —le dije.
Él retrocedió un paso. —No pienso dar ninguno.
—Podrás negarte en tu oficina, rodeado de libros. Aquí no.
El campo de entrenamiento siempre fue mi hogar. Cada grano de arena parecía recordarme las veces que caí, sangré y me levanté. Aquí se forjan los cuerpos y los espíritus. Y ahora estaba él, Aerion, de pie en un lugar que rechaza a los débiles. ¿Qué pensará este muchacho? ¿Que puede desafiarme con palabras? El campo no escucha palabras. Solo mide la voluntad en sudor, en golpes, en caídas. Y yo… yo sería el verdugo que el destino le había asignado, lo quisiera o no.
Di un paso hacia él, extendiéndole una espada de práctica. —Tómala.
Él negó con la cabeza. —Ya te dije que no aceptaré.
—Entonces eres un cobarde.
Su mirada se encendió, apenas un destello de orgullo herido. —¿Qué dijiste?
—Que eres un miedoso. Demuéstrame que me equivoco.
La arena guardó silencio entre nosotros. Podía sentir las risas contenidas de mis hombres, la tensión que flotaba como una cuerda a punto de romperse. Aerion extendió la mano, temblorosa, y tomó la espada.
La sostuvo torpemente, como quien agarra un objeto extraño.