—¿Cómo estamos hoy? ¿Tenemos un feliz y tranquilo día?
Ailyne Varper abrió los ojos al escuchar la pregunta, pero los cerró unos segundos después cuando las persianas se corrieron de forma automática. La luz cegadora de la mañana irrumpió en el cuarto, acosándola sin piedad.
—Una existencia tranquila del individuo implica el bienestar social de los otros. El respeto debe ser mutuo…
—Tengo un feliz y tranquilo día —dijo Ailyne mirando el techo con los párpados aún entrecerrados, procurando que el ánimo se notara en su declaración. Sabía que la computadora no iba a parar hasta que no tuviera la respuesta, así como que ya había contado los latidos de su corazón y evaluado el matiz de su voz. Sonrió para dar énfasis a las palabras, aunque los movimientos del rostro no estaban registrados.
—Me alegra oírlo. Espero que siga igual el día entero —acabó la máquina.
Ailyne se incorporó, preocupada en no perder más de los minutos permitidos. Si lo hacía, esta volvería a hablar y acabaría por estropearle el «feliz y tranquilo día». De camino hacia el cuarto de baño hizo un apunte mental para hablar con su padre y sugerirle que cambiara la programación a periodos determinados. Cansaba despertarse veinticinco años con el mismo sonido.
¿Qué color habrían elegido para ese día?, se preguntó después de acabar la ducha higiénica. Esperaba que no fuese otra vez el blanco. Resaltaba su cabello azabache, pero lo habían escogido tantas veces en el último mes que había llegado a hartarse. La pantalla con las instrucciones obligatorias de la jornada le dijo que el Computador Central había optado por el color rojo. Era una buena noticia.
—¡Bien! —exclamó contenta.
Necesitaba energía, y aunque no podía reconocerlo en voz alta, secretamente, había comprobado que los colores vivos se la proporcionaban. Su agenda no tenía huecos durante las siguientes diez horas y tenía que acabar por adelantado el trabajo para poder tomar el vuelo hacia Reborn 15.3. Esperaba con impaciencia la conferencia sobre los nuevos métodos de recopilación y restauración de los datos perdidos.
Ailyne examinó su monstruoso guardarropa, estudiando con los ojos entornados los trajes colocados de tal modo que formaban la imagen de un arcoíris. De la paleta de colores faltaba el gris, reservado solo para los empleados, pero no le importaba la omisión, tampoco es que le tuviera mucho cariño a ese tono. Se imaginó qué pasaría si un día decidiera incumplir las normas y se vistiese en una gama cromática diversa. Descartó la absurda idea de inmediato. No estaba segura cuáles eran los castigos, ya que jamás se había atrevido a romper las normas.
La Ley de las Luces y Colores había aparecido mucho antes de que ella naciera. Cualquier molestia ocular tenía consecuencias cerebrales y acababa por modificar el comportamiento de un individuo. Ailyne era bibliotecaria regional y se había documentado sobre el tema. Tenía acceso a los archivos antiguos y creía que las señoritas del siglo XXI se veían elegantes incluso con las combinaciones picantes de los atuendos que llevaban en aquellos tiempos. Otra opinión que debía mantener secreta, se dijo mientras se ponía los guantes de seda.
Antes de salir le envió un besito al espejo de cuerpo entero. Llevaba la mitad del cabello recogido en la coronilla y el resto le caía ondeante sobre la espalda. A pesar del único color, la túnica le encorsetaba el tronco andrógino y la falda combinada con los zapatos de tacón evidenciaban sus fantásticas piernas. Con un poco de crema se había tintado los labios, y todo el conjunto resaltaba su piel cremosa.
En cuanto abandonó el edificio, vio que el chófer la esperaba, como cada mañana a la misma hora. Los miembros de la ilustre familia Varper no conducían solos, aunque los peligros eran inexistentes en la metrópoli.
Agradecía que su padre le hubiese permitido trabajar. Cuando le había avisado que tenía la intención de solicitar el puesto había querido subirle la renta mensual de EMP, para no denigrar el nombre de la familia con la noticia de que estaba buscando un empleo. Pero Ailyne no necesitaba más EMP. Estaba sedienta de información. Había acabado las clases de historia aplicada en la Universidad Colonial de Nueva Europa con más preguntas que respuestas, y la Biblioteca Colonial era el único lugar donde tenía la oportunidad de alimentar su sed de conocimiento.
—Gracias, Mío. —Sonrió al chófer cuando este cerró la puerta del vehículo y se acomodó en el lujoso asiento, pensando que el apodo había sonado extraño.
«El aire ha influido en mi voz», se dijo.
Nunca se había cuestionado el asunto de que todos los empleados se llamasen igual: Mío y Mía. De ese modo tenían asegurado el respeto y se evitaban situaciones incómodas como las que podrían aparecer al olvidar sus nombres reales. También ayudaba a identificarlos y saber a qué casa pertenecían; cada Mío tenía como apellido el de su contratista.
Cuando el coche se puso en marcha, Ailyne esperó a que concluyera el camino, que no duraba más de quince minutos. El trayecto pasaba por al lado del Parque de las Margaritas, y aunque los abetos impedían la vista, cerraba los ojos y se imaginaba el campo lleno de flores. La sensación de serenidad era instantánea y ese era el motivo por el cual visitaba el parque cada vez que el tiempo se lo permitía.
El pitido del equipo de comunicaciones interrumpió sus pensamientos. En la pantalla del reloj que llevaba apareció la cara de su jefe, AJ, y Ailyne apretó el botón para aceptar la llamada.
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Editado: 27.09.2020