Ailyne escuchó el sonido monótono de la lluvia unos minutos antes de abrir los ojos. Una luz sombría atravesaba las cortinas pero no podía averiguar si era temprano por la mañana o cerca de anochecer.
Su cabeza pulsó y el segundo que necesitó para llevarse la mano a la sien fue suficiente para que su memoria se recuperara. Se encontraba en Stray. Un astray la ayudaba, o eso aseguraba estar haciendo. Y estaba desnuda, constató, mirando la toalla que ocultaba muy poco de su piel. Se tocó el bulto de la frente y luego examinó el tobillo. Se alegró al percatarse de que se veía mejor; en algunas partes el violeta se había transformado en un encantador amarillo, y tampoco le dolía tanto.
No pensó mucho en lo que debería hacer, pues tenía ganas de levantarse. La verdad era que le apetecía encontrarse en su piso de Reborn, darse la ducha higiénica y buscar la ropa para el día. Incluso echaba de menos la voz fastidiosa de la computadora que la despertaba cada mañana. La realidad tan diferente no la hizo sonreír, pero aceptó su situación, se levantó, y con movimientos torpes llegó al armario del astray, en busca de algo para cubrirse. La distancia era corta, logró hacer el camino saltando en un solo pie, a pesar de que le costó mantener la toalla en su sitio. Abrió las puertas con esperanza y se quedó bastante desilusionada. El guardarropa del astray contenía poca cosa y de escasos colores. Las prendas estaban mezcladas: negro, gris, blanco y algún azul despistado. Enseguida comprendió que tenía probabilidades mínimas de encontrar algo que le fuera bien. Los pantalones eran enormes y las camisetas igual. Al fondo de una estantería dio con una camisa diseñada con flores y pájaros multicolores. Sus ojos protestaron lastimados por la horrorosa combinación, pero algo rebelde se despertó en su interior. Se puso la prenda con velocidad, antes de pensarlo mejor y rechazar la idea por lo absurda que era. Encontró un cinturón para pasarlo por su talle y enrolló las mangas hasta los codos.
—Bien —dijo en voz baja. Las rodillas le temblaban un poco y tenía los latidos del corazón acelerados, pero se imaginó que era por culpa del esfuerzo sostenido, no porque fuese la primera vez en su vida que incumplía una regla.
Abrió la puerta del cuarto lo más silenciosa que pudo y asomó la cabeza, curioseando para ver qué había al otro lado. Reconoció el cubículo que el astray había llamado salón la noche anterior, antes de llevarla al área de comer. Estaba decorado con el mismo estilo lleno de colores, desde el verde de una alfombra mullida, al pardo de las cortinas y el negro de un sofá combinado con dos sillones que se veían acogedores. El espacio parecía vacío.
Ganando confianza, Ailyne se apoyó en las paredes hasta llegar al respaldo del sofá. Agarró la tela para estabilizarse, y se quedó petrificada.
El astray dormía ahí. Se preguntó por qué siempre se compraba lo que necesitaba en una talla menor, pues el lugar se quedaba estrecho en comparación con su cuerpo. Un cuerpo casi desnudo. El pantalón corto ocultaba sus partes íntimas, pero el resto se enseñaba en toda su gloria. La palma de una mano descansaba sobre el pecho, escondiendo un pezón. La otra estaba desplomada fuera del sofá, igual que una de sus musculosas piernas. Un torso amplio de color tostado, y una cicatriz rojiza que cruzaba las costillas hicieron que Ailyne casi perdiera el equilibrio por la sorpresa. Sus labios, secos de repente, dibujaron una O perfecta.
Celso despertó con la certeza de que alguien más se encontraba en la habitación. Procuró no cambiar el ritmo de su respiración y mantuvo los ojos cerrados, agudizando los sentidos para dar con el intruso. Lo localizó en un área por encima de su cabeza, traicionado por el aliento jadeante. Saltó con la agilidad de un lince y le tenía las manos atrapadas en la espalda antes de entender de quién se trataba.
Ailyne soltó un grito y Celso blasfemó entre dientes, soltándola y alejándose como quemado.
Se había dormido muy tarde, después de convencerse de que el nuevo accidente de Ailyne no la ponía en peligro. Comprobó sus signos vitales cada hora y una vez la despertó preguntándole su nombre y dónde vivía. Cuando estuvo seguro de que estaría bien, se permitió derrumbarse en el sofá para desentumecer sus huesos torturados.
—Nunca más te acerques a mí a escondidas —la regañó, volviendo al sofá y sentándose. Agachó la cabeza y se clavó las manos en el pelo, alejando las sombras de somnolencia que aún envolvían su cerebro.
—No sabía que estabas aquí —tartamudeó Ailyne, conmocionada. Ahora lo tenía claro: los astray eran animales. Había visto un león acechando a una gacela en un documento de vídeo. Se había quedado fascinada con la contracción visible de la musculatura y la velocidad de reacción de la bestia. La pobre presa solo tuvo tiempo de pestañear una vez y él depredador la tenía agarrada. Estaba segura de que la similitud entre esa escena y la que acababa de vivir era indudable.
—¿Qué haces aquí? ¿Te encuentras bien? —se interesó él, levantando la cabeza y estudiándola con los ojos entornados.
Ailyne asintió.
—He despertado —dijo. Se frotó la muñeca vacía y añadió—: He perdido mi reloj. No sé si es la hora para despertar.
—¿La hora? —Celso comprobó el suyo—. Son las siete de la mañana. ¿Te duele algo? ¿Necesitas medicinas?
—No lo sé —murmuró ella—. La cabeza me late. ¿Eso es dolor?
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Editado: 27.09.2020