El coche era un artefacto de tiempos olvidados. En el interior se sentía un olor fuerte a quemado, y saltaba como si el camino estuviera lleno de baches. El cuerpo de Ailyne se movía como una marioneta, en concordancia con las inclinaciones del vehículo, y ella se aferró al asiento, procurando no caerse.
El rostro del astray estaba tenso por la concentración. Suponía que necesitaba prestar atención para ver a través de los mechones de pelo caídos sobre los ojos. Sus manos agarraban el volante como si la vida misma dependiera de eso. Bueno, quizás era verdad en ese caso, pensó.
Abandonaron la zona verde, pasaron con velocidad por unas carreteras desiertas, siguieron durante un tiempo la línea paralela al bosque y acabaron en una ciudad antigua. Ailyne miró los edificios demacrados y las calles sucias, llenas de vehículos y gente. Aunque era temprano, había coches de varios tipos y colores, y carros sobre dos ruedas. Personas vestidas con elegancia se mezclaban con gente de aspecto pobre. Los puestos estaban abiertos en las aceras, bajo unos toldos manchados llenos de algo parecido a ceniza. Una capa de polvo mugriento cubría las construcciones, y una bruma plomiza daba una apariencia pesada al aire.
Tragó saliva, decidida a ahuyentar su timidez.
—¿Dónde estamos?
Por unos segundos, el astray no le hizo caso, concentrándose en conducir y pareciendo reflexionar si estaría bien contestarle. La miró y una sonrisa retorcida que la hizo estremecerse curvó sus labios.
—En los Barrios Inferiores.
—No responde a mi pregunta —insistió Ailyne.
—Aquí he vivido mi juventud. La zona es tan peligrosa que ni los agentes se arriesgan a entrar.
—Si es tan insegura, ¿por qué hemos venido?
—Exactamente por eso. De momento no pensarán buscarnos en este lado de la ciudad. Es el mejor sitio para escondernos. Nos quedáremos una noche y pensaré dónde iremos luego.
—¿Estás seguro de que tu amiga me denunciará?
Celso hizo una pausa y su maxilar se crispó de modo visible.
—No es mi amiga. Y no, no estoy seguro, pero no pienso esperar para averiguarlo.
Ailyne creía que había más de lo que le contaba. Le había parecido que se conocían bastante bien. La mujer se había pegado a su cuerpo de un modo indecente. Hubiera querido conocer en detalle el tema, pero intuía que él no le respondería a otras preguntas. Parecía nervioso. Entendía que era la culpable por entrometerse en su vida y quería agradecérselo de algún modo.
—Mi padre gratificará tu ayuda —dijo, convencida de que lo tranquilizaría saberlo.
—Tu padre intenta matarte con la recompensa que ofrece —contestó Celso, disgustado.
—Él está acostumbrado a tener el control —procuró explicarle Ailyne—. Supongo que se encuentra terriblemente afectado por mi desaparición y no sabe cómo actuar.
—¿Afectado? —él se carcajeó—. ¿Es todo lo que piensas? ¿Qué se encuentra afectado? —Ante la mirada confusa de Ailyne, aclaró—: Hablas raro. Cuando pierdes a alguien amado, estás por lo menos destrozado, no afectado. Supongo que tu opinión se debe a tu escasez de sentimientos.
—¡No carezco de sentimientos! —exclamó ofuscada. Cruzó los brazos a la altura del pecho y miró hacia adelante a través de la luna del coche.
—Si tú lo dices… —Celso comentó divertido, pero Ailyne estaba harta de ser el motivo de su entretenimiento.
Entendía que su formación como personas, sus modos de vida y sus caracteres eran diferentes, pero él aprovechaba cualquier oportunidad para juzgarla. Tenía formada una opinión sobre ella sin importarle que se conocieran solo de unos días, y quizá no era la correcta.
—Exacto. Yo lo digo y espero que me creas —le informó en tono de voz superior, alzando el mentón.
Su refutación recibió una mirada.
Una oleada de culpabilidad castigó a Celso por haberse reído una vez más de ella. No lograba domar su temperamento y pensar las palabras antes de decirlas. Debería haberse acostumbrado ya. Todo lo que hacía desde que la había conocido era insultarla. Y desearla, desde luego. Cada vez que la tenía cerca su cuerpo se encendía como si estuviera pulsando un botón. La estudió de reojo. Una pequeña arruga encantadora le había aparecido encima de una ceja y sus labios habían formado un mohín adorable. Disimuló una sonrisa. Ailyne no sabía ni cómo enfadarse. Le entraban ganas de besarla hasta que sus labios se curvasen y sus ojos se entrecerraran por la pasión.
Menos mal que el camino distrajo su atención justo cuando su imaginación se animaba. Llegaron al destino y ocultó el coche bajo una cubierta, en un rincón creado por los escombros de una construcción derrumbada. El motor se detuvo después de un carraspeo enfermizo y Celso bajó, rodeó el vehículo y le abrió la puerta a Ailyne.
La zona era poco poblada y los lugareños preferían mirar sin ser vistos. Partes iguales de desesperación, miedo y paranoia eran la combinación de sentimientos que los mantenía apartados. Quizá fuera insensato de su parte llevarla allí, pero no se le había ocurrido una idea mejor. En ese ambiente se veía como una flor crecida en medio de un desierto. Cualquiera se quedaría fascinado admirándola y preguntándose cómo era posible que tal belleza se resistiera a los golpes del tiempo. Ese mundo no era para ella. De ninguna manera.
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Editado: 27.09.2020