Lo encontró en la cocina, hirviendo lo que llamaba «café» en una pequeña olla. Lo había probado y le gustaba si lo tomaba mezclado con azúcar y leche. Había entendido que era una bebida energizante y ese día la necesitaba más que nunca.
—¿Tú nunca te relajas? —preguntó de mal humor, espiando el ceño fruncido del astray. Entendía que la noche no lo había ayudado a alejar las nubes de su mente.
Estaba acostumbrada al tipo de mirada que fue su respuesta, pero la fastidiaba, no lograba entenderla. La penetraba con los ojos como si leyera sus pensamientos, y entonces escondía los suyos detrás de una cortina oscura.
Él puso la bebida en dos tazas, se sentó y se echó hacia atrás contra el respaldo de la silla.
—No es un buen momento para relajarme.
—Cuando tienes un buen momento, ¿cómo lo haces? —insistió Ailyne.
Celso sonrió, pensando en la pregunta. Lo hacía como toda persona: mirando una película, leyendo un libro, nadando o simplemente disfrutando de un rato con una mujer dispuesta. Lo hacía, era la cuestión. Antes de conocerla.
—¿Tú cómo lo haces? —eludió él la respuesta.
—En el Parque de las Margaritas —contestó Ailyne. Se sentó en la otra silla, delante de él, y rodeó la taza con los dedos.
—¿Qué harías si no tuvieras el parque? —preguntó Celso en un impulso.
Ailyne se mordió el labio, pareció querer contestar, hizo una pausa y le sonrió, su cara iluminándose como un día soleado.
—Creo que ordenaría los zapatos.
—Supongo que eso también lo has aprendido en nuestra bonita ciudad —se mofó Celso y ella asintió.
—¿Durante cuánto tiempo has vivido aquí? —se interesó, cambiando el tema de repente.
—Hasta los dieciséis años.
—¿Naciste en este barrio?
Celso recorrió con la mirada la estancia, clavándola luego en sus ojos.
—Quieres conocer la historia de mi vida.
—Sí, me gustaría, si no te importa —pidió Ailyne con timidez. No quería dar la sensación de entrometerse, pero sentía curiosidad.
—No hay mucho que contar. No sé dónde nací o quiénes fueron mis padres. Mi tía Beth me vio dando vueltas al mercado. Robaba comida y demás, pero me escondía cuando alguien se me acercaba. Había y hay muchos como yo, aquí no es un caso especial —comentó cuando el horror fue evidente en el rostro de Ailyne—. Me dijo que aparentaba tener cuatro años. Empezó a dejarme bocadillos y fruta en el mismo sitio hasta que se ganó mi confianza. Buscó sin éxito a mis padres, se encariñó conmigo, pasó las formalidades y me adoptó dos años más tarde.
—¿Te adoptó?
—¡No puede ser que no tengáis el proceso en vuestro mundo! —exclamó Celso—. ¿Apadrinar un perro, un gato, un ser vivo que no tiene a nadie más en el mundo? ¿Acogerlo en casa y cuidarlo? —preguntó, pero Ailyne negaba con la cabeza a cada pregunta—. ¿Y qué hacéis con ellos? ¿Con los que no tienen un hogar, los que se han perdido? No, déjame a mí —continuó—, lo sé, no existen.
Ailyne sonrió y encogió los hombros.
—No, no existe ningún ser vivo sin un lugar. Me gustaría que continuases con tu historia.
—Pues yo era uno. Y esta mujer me adoptó e hizo todo lo que estuvo en su poder para hacerme la vida fácil, cosa casi imposible aquí, como puedes ver. En fin, después de una vida como no desearías ni a tu peor enemigo, los ángeles la llamaron a su lado cuando yo tenía dieciséis años.
—¿Los ángeles? —Ailyne lo interrumpió de nuevo.
Celso se levantó de la mesa para lavar su taza.
—No me digas que tampoco sabes lo que es un ángel.
—No estoy segura del concepto. Se usa a veces, por ejemplo cuando un niño se comporta bien —respondió ella, girándose en la silla para seguirlo con la mirada.
—Exacto. Eso es.
No obstante, Ailyne continuó:
—¿Pero de dónde viene la idea?
—¿Qué tipo de pregunta es esa? Del cielo, de Dios y sus ángeles que nos cuidan los pasos.
—He leído la leyenda —afirmó Ailyne, sin lograr finalizar su idea, ya que Celso la interrumpió.
—¿La leyenda? ¿En que Dios creéis vosotros?
—No creemos en ningún Dios. Se conoce que el nacimiento de nuestro planeta fue debido a un accidente cósmico. Está prohibido creer en fuerzas supernaturales.
—Si bien eres bibliotecaria, hay temas que nunca lograrás conocer en Reborn.
—Quizá por eso me encuentro aquí. Enséñame —pidió Ailyne, tomando la nueva oportunidad.
—¡No, no, no! —El astray acompañó la negación con movimientos agitados de manos—. No seré yo el que va reeducarte. Créeme, soy la peor elección.
Ailyne se levantó y se le acercó, sin darse por vencida.
—¿Por qué no? Me pareces el candidato perfecto.
Celso bufó, sintiéndose insultado. Para ella «el candidato perfecto» era cualquiera que se encontrara en aquel momento y aquel lugar. No estaba seguro ni de que ella conociese su nombre, nunca la había oído llamarlo.
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Editado: 27.09.2020