AquÍ No Hay Amor (dual)

21

Acalorado, Celso agachó la cabeza. Cogió una ramita y empezó a dibujar en el suelo, alargando el momento de la respuesta. Esperaba que Ailyne no tuviera planeado agradecerle con un beso, pues se había vaciado su botella de respuestas negativas. Ya no era dual, sonrió. Sabía lo que quería.

Una sombra se alargó por encima de su cabeza, salvándole de continuar una conversación no deseada. 

—Es mejor que nos vayamos —dijo—. No me gusta cómo se ve el cielo.

Ailyne alzó la cabeza para encontrar explicación a su comentario. El sol estaba alto encima de sus cabezas, en previsión de un día bonito, pero en la lejanía unos nubarrones negros corrían con velocidad hacia donde se encontraban.

—¿Piensas que lloverá de nuevo? —preguntó, poniéndose en marcha.

—Es posible. En las montañas el tiempo es inestable. Si nos damos prisa deberíamos llegar al refugio antes de que empiece.

—¿Qué refugio?

—Este era territorio de caza, hasta que se lo tomaron demasiado en serio; los animales casi han desaparecido. Hace años que la caza está prohibida, pero el refugio debería existir por ahí, cerca. Es una especie de casa donde descansaban los cazadores.

Continuaron el camino en silencio. Los truenos los perseguían y se movían más rápido que ellos. Las ramas se sacudían agitadas, estremeciéndose bajo el azote de las potentes ráfagas y las aves se removían alteradas de una en una. Forzándose, Ailyne siguió el ritmo impuesto por Celso. Le dolían las piernas, hacía tiempo que no sentía la espalda debido al peso de la mochila y le costaba respirar, pero no se quejó.

En vez de hacerse más fácil, el trayecto empeoró. La luz había cambiado a oscura y fría, los nubarrones tapaban completamente el sol. Un relámpago cortó a través del cielo cubierto y Ailyne se estremeció.

—Estamos cerca, aguanta un poco —le pidió Celso, ofreciéndole la mano para ayudarla.

—Eso hago —replicó, apretando los dientes.

Cuando pensaba que hubiera preferido transformarse en una rana y esconderse bajo una roca, el terreno cambió de nuevo, dejando ver una hilera de abetos imponentes. La cabaña casi no se veía escondida detrás de una manta de vegetación. Construida de madera, cubierta ahora de musgo y pequeñas florecillas amarillas. Delante tenía un porche y una mecedora chirriaba cuando era balanceada por el viento.

La puerta se resistió a los empujes de Celso.

—Entra —dijo mientras la abría y tiraba su equipaje—. Enseguida vuelvo. Quiero asegurar una provisión de madera seca.

Ailyne pasó con cuidado y dejó caer su mochila. Suspiró hondo, mirando la nueva estancia. Era muy pequeña, pero ya se había acostumbrado al tamaño minúsculo de los cubículos en la ciudad. Cuatro camas individuales y una chimenea bastante grande, comparada con el espacio, eran la decoración. Una capa gruesa de polvo cubría cualquier objeto y poca luz se colaba a través de las dos ventanitas, tan sucias que eran casi opacas. Pero, aparte de las desventajas evidentes, no veía bichos o animalitos.

Se sentó en el borde de una cama y se quitó las deportivas. Sus pies lloriquearon felices y ella se masajeó los dedos, preguntándose cuánto tiempo tendría que seguir así. Se despojó de la camiseta de manga larga e inspeccionó las heridas, aliviada al notar que no parecían graves. Pero sí que eran muchas y feas. Rozaduras cubrían sus palmas y arañazos le habían marcado los brazos.

Cerró los ojos y dejó caer los hombros. Extrañaba su piso limpio, la sedosa cama y todo lo demás de Reborn. Estaba cansada. Hastiada de huir, aunque no había hecho nada malo; de ser considerada convicta por la única razón de encontrarse en el sitio equivocado en el momento equivocado; de vivir en lugares estrechos y sucios; de pelear con las fuerzas de la naturaleza, de parecer valiente y actuar con estoicismo.

Su pecho se hinchó bajo la presión del aire inspirado a bocanadas grandes. La cabeza se le hizo pesada y las manos empezaron a temblarle. Los ojos le picaron y pequeñas moléculas cristalinas se formaron en la cavidad de los mismos. Ailyne sollozó ruidosamente y las gotitas cayeron hirvientes, deslizándose sobre sus mejillas. Sin saber por qué su cuerpo la traicionaba, se limpió las lágrimas con las yemas de los dedos, gimoteando y deplorando su situación.

Celso escuchó los hipidos al acercarse a la entrada. Pegó un golpe a la puerta, dejó caer la madera que traía y se apresuró en llegar al rincón donde Ailyne se abrazaba meciéndose hacia adelante y atrás.

—¿Qué pasó? —preguntó, buscando con la mirada razones por el llanto.

—No… lo sé —sollozó Ailyne—. Me… pasa… algo extraño. No… puedo parar.

Celso se sentó, tiró suavemente de su cintura hasta que la tuvo en su regazo y la abrazó.

—¿Estás herida? —inquirió con voz cálida, asegurándose en destacar los motivos físicos.

—Sí. Mi-ra mis ma-nos —lloriqueó ella, enseñándole la piel dañada.

Respirando aliviado después del susto inicial, Celso escondió la cabeza de Ailyne en su hombro y le masajeó suavemente la espalda en círculos amplios.

—Sht… Estarás bien. La piel se regenerará. No quedarán marcas.




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