AquÍ No Hay Amor (dual)

26

Unas horas más tarde Ailyne deseó no haber ahuyentado sus preocupaciones. Se acusó por no reconocer la diferencia entre una corazonada y una posibilidad, por no hacer caso a sus sospechas, por sentirse segura en una situación cuando no debía haberlo hecho.

Ya era demasiado tarde. No había nada ni nadie que pudiera ayudarlos.

Suponía que debía ser pasada la medianoche cuando la puerta de la entrada estalló con un ruido ensordecedor. El corazón hizo lo mismo en su pecho y por instinto saltó de la cama en busca de la amenaza. Una luz demasiado brillante la cegó. Siguieron órdenes gritadas de «no te muevas», zancadas y aglomeración.

En trance, Ailyne se preguntó por qué se habían tomado tantas molestias. La puerta no estaba cerrada con llave, se abría con facilidad. En cuanto a lo de moverse, no podría hacerlo aunque lo deseara. Una corriente helada le había paralizado la columna y los miembros no respondían a sus demandas. Suponía que el problema era de su cerebro que estaba entumecido y no procesaba la información, no la ayudaba a entender qué era lo que pasaba.

Dos focos grandes fueron fijados en los rincones y la estancia se iluminó con una luz blanca, artificial, lo que hacía que el ambiente se viera extraño, fantasmagórico. Los hombres que habían irrumpido de modo violento en la cabaña eran sombras oscuras bañadas en luminiscencias plateadas.

—¡Tráelos! —bramó una voz profunda.

Ailyne se cubrió las orejas con las palmas. Veía las imágenes como si estuvieran filtradas a través de una nube de humo, pero los sonidos estaban amplificados, voces, pisadas y crujidos demasiado altos.

Se vio arrastrada con violencia. La manta se enredó entre sus piernas y se cayó de bruces. Gimió por haberse dañado una rodilla, pero el hombre que la había forzado no le dio tiempo de recuperarse. La obligó a levantarse, tirando de su mano y empujándola junto a una pared.

Estaba mejor ahí, advirtió, pegando su espalda a la madera. La luz quedaba detrás de ella y de ese modo podía divisar el resto de la estancia. Así fue como vio a Celso de pie, con las manos caídas al lado de su cuerpo, los dedos apretados en puños y una expresión fiera en el rostro. No se parecía para nada al hombre que ella conocía y valoraba. Llevaba solo un pantalón corto y se encontraba bajo el foco, por eso pudo apreciar cada tendón estirado al extremo, cada músculo inflamado de su cuerpo, las venas de su cuello sobresalientes y los dientes apretados en una expresión animal.

—De rodillas —ordenó alguien.

Fue empujado con menos delicadeza de la que habían usado con ella. El golpe que recibió en la espalda penetró sus centros nerviosos como si lo hubiera sufrido ella misma y le dio náuseas. El crujido de los huesos le revolvió el estómago y cuando la cabeza de Celso se tambaleó, esperó que siguiera unida al cuello.

—Manos —dijo otro, después de forzar los brazos de Celso para que se juntaran a la espalda y enlazarlos con algo metálico—. ¿Piernas?

Ailyne siguió la dirección de la mirada del guardia, esperando que fuera a recibir una respuesta negativa. No hubo suerte. El hombre al cual se había dirigido le tiró algo y aunque ella respiró aliviada porque no era una cadena, le fijó un dispositivo en el tobillo que solo podía ser uno de rastreo.

Incapaz de seguir mirando como lo trataban, procuró reconocer a los intrusos, intento que no tuvo éxito. Llevaban pasamontañas que dejaban al descubierto los ojos y tenían una apertura delante de la boca.

—Vamos a ver, ¿qué es lo tenemos aquí? —Uno de ellos se le acercó, exhalando malicia a la vez con las palabras.

 Supuso que debía ser el encargado por el modo en que mandaba. Su mano enguantada en cuero negro se acercó a su rostro y la estudió como a un insecto raro, girándole el mentón a ambos lados y aproximándose hasta que ella sintió su aliento en la piel. Luego retrocedió un paso y la expuso al mismo examen desde la distancia, recorriéndola con la mirada desde su frente hasta los dedos de los pies. Ailyne enderezó la espalda y miró un punto imaginario cerca del techo. Aun así, la piel le hormigueaba como si millones de bichos bailaran enfurecidos sobre sus poros.

—Una cosita bonita, ¿verdad, chicos? —comentó burlón. Los otros rieron estridentemente, compartiendo palmadas y codazos. A ella le parecieron una manada de animales sin domesticar—. Me pregunto por qué dormía solita, la pobre —continuó el jefe y las risas explotaron más ruidosas, acompañadas de alguna tos—. ¿Es que nuestro amigo perdido, el señor independiente Celso Arklow, no sabe qué hacer con una cosita bonita?

—Le enseñaremos nosotros —aseguró alguien y todos aprobaron la idea con silbidos alegres.

Celso gruñó y forcejeó, luchando con las esposas. Recibió un golpe de arma en la nuca, su cabeza chocó contra el suelo y se cayó de un lado. Uno de los hombres que vigilaban a su espalda, se inclinó para sujetar su garganta con una mano, y le retorció la cabeza en un ángulo antinatural.

—Si no te quedas tranquilito, te arrepentirás.

La escena fue observada por todos, algunos aprobando la acción de su compañero con sonrisas satisfechas. No obstante, al parecer había interrumpido al jefe, ya que carraspeó y los otros se callaron como por arte de magia.

—Por desgracia, no podemos tocarla —les informó este y su anuncio fue acompañado de gemidos desconsolados—. De momento —continuó, mirándola despectivo. Se dirigió hacia uno de los hombres y le dio una buena palmada sobre un hombro—. Bien hecho, Vank —dijo, y entonces Ailyne entendió quiénes eran y qué estaba pasando.




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