La sonrisa se borró de forma instantánea de los labios de Celso. Se quedó quieto mientras Ailyne avanzó y pasó los dedos por su pelo ahora muy corto. Tardó en contestar y ella se alejó mirándolo de arriba abajo.
—Creo que entiendo los momentos cuando maldecías —dijo ladeando la cabeza—. Me apetece gritar: ¡Dios!
El Celso que había conocido en Stray tenía pelo largo, siempre desordenado, no le preocupaba afeitarse y pasaba del concepto de moda a la hora de elegir su ropa. Recordaba bien el susto que le había dado el día que la encontró, su constante mal humor, los cambios de temperamento y su carácter desconfiado. Además, la última vez que lo había visto su cara llevaba las marcas de los puños del dual.
El Celso de Reborn era devastador. Mantenía el aura de peligro bien escondida bajo la seda costosa del pantalón y la camisa blanca que destacaban su tono oscuro de piel.
«Menos mal que es el día del blanco —pensó Ailyne—, definitivamente es su color.» Los músculos enjaulados apretaban la tela y dibujaban líneas sólidas. El cabello ya no le escondía la mitad de la hermosa cara, los ojos brillaban plateados bajo unas pestañas pesadas y oscuras, y la línea firme del maxilar sobresalía debido a la piel recién afeitada.
Ailyne alzó la mano, repasando sorprendida el contorno de su rostro. Era como si lo conociera, pero algo había cambiado. Sabía que era la misma persona, pero aparentaba ser otra.
—Hola —dijo él, y el saludo le atrajo la atención hacia su boca.
Ailyne rozó con el pulgar la forma de corazón que tenía el labio inferior y sonrió al notar que su mirada se oscurecía. El aire se calentó al instante y su piel empezó a erizarse. Se levantó de puntillas, rodeó el cuello de Celso con las manos, y apretó los labios sobre los de él. La corriente surgió instantánea, atravesándole la piel desde las puntas de los pies hasta llegar a electrizarle el vello. Las mariposas enloquecieron en su estómago y la necesidad la impulsó a tomar, exigir y repetir. Ya no podía enganchar los dedos en sus mechas, pero podía sujetarle bien la nuca con las manos. Su lengua gobernó solo unos instantes, antes de ser conquistada por la de Celso.
Celso se permitió el capricho de invocar los recuerdos y verificar su autenticidad. Su inmovilidad por la sorpresa no duró más de unos instantes. Acercó las caderas de Ailyne y su boca aprisionó la de ella. El tiempo se detuvo, contándose en jadeos, quejidos y leves gemidos. Apoyó la espalda contra la puerta y atrajo a Ailyne, manteniéndola encadenada a su torso. El ardor de su piel irradiaba por la liviana tela del vestido estival y sus manos bajaron hasta encontrar el dobladillo de la falda y rozaron un fragmento de piel descubierta.
Ailyne resopló y arqueó las caderas. Celso cerró los ojos, extrañándose por ver colores en la mente. Rojo espeso como su sangre palpitante y el negro oscuro de su cerebro sofocado poblaron su visión.
—Ay, vosotros sí que os amáis —se escuchó una voz.
Ambos se quedaron petrificados. Celso escondió a Ailyne a su espalda, el instinto de protegerla derrotando la excitación. Tragó en seco y regañó a Lance que les miraba fascinado.
—Chico, este es territorio de adultos. Deberías aprender algo sobre la privacidad.
—Si lo hiciera me perdería las escenas en vivo —se rio el pequeño, pasando por su lado para sacar una botella de la nevera.
Esperando a que saliese, Ailyne tomó la mano de Celso y enlazó sus dedos.
—Hola —dijo en cuanto él se giró.
—Por todos los dioses, ¿qué haces aquí? —gruñó.
Ailyne no se impresionó. Estaba acostumbrada a su humor inestable y sospechaba que tenía que ver con ella en especial. Además, empezaba a figurarse que significaba exactamente lo contrario.
—He venido a verte.
—Bien. —Celso corrigió el tono de su voz, ya pensando en lo desagradables que iban a ser los siguientes momentos—. Tenemos que hablar.
—Sí —admitió ella—. Pero no aquí.
—¿Dónde, entonces?
—Ya verás. ¿Me sigues? —le preguntó mirándolo por encima del hombro de camino hacia la puerta.
«Hasta el fin del mundo», pensó Celso, apreciando con la mirada el balancear de sus caderas. La alcanzó y subió en el coche que les esperaba. Tuvo cuidado de mantener una distancia apreciable entre ellos, pegándose a la puerta y manteniendo la mirada fija en la ventana.
La ciudad era hermosa, en un estilo intangible. Igual que Ailyne, pensó amargado. De edificios elegantes, fachadas refinadas y carreteras minimalistas. Se veían pocas personas y estas llevaban los específicos trajes. Lo que le extrañaba era la falta total de ruido. Los coches no sobrepasaban el límite de velocidad, nadie parecía tener prisa, no se escuchaban gritos, motores acelerados o bocinas. La sensación era tan irreal que daba la impresión de que el ambiente era fabricado y no usado.
Miró de reojo a Ailyne, con cuidado de no ser descubierto. Era tan guapa con su halo sofisticado, rasgos aristocráticos y porte majestuoso. Tan lejana de él como el sol de la luna.
Pensaba contarle las noticias, suponía que si no, su padre lo haría, y de todos modos no era que fuese un secreto. Pero aquello no cambiaba nada. Una persona es el cúmulo de lo que había vivido, la suma de todas sus acciones, no la sangre que llevaba. Él había mentido, robado, incluso matado para mantenerse con vida. Y ella era tan pura, ajena del mal que debilitaba y modificaba la naturaleza de un ser humano. Él era la oscuridad; ella, la luz. Imposible convivir juntos.
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Editado: 27.09.2020