CAPÍTULO IV
El Cepo
9 horas para el ataque
Siendo las 9:05 de la mañana, Matute se mantuvo en silencio en el interior de la limusina. Héctor y Sashinca estaban con él. No hace mucho el vehículo se detuvo en un pequeño estacionamiento ubicado frente a las instalaciones del Instituto de Investigaciones Oceánicas. El lugar era muy frecuentado por los taxistas, quienes empleaban los espacios para descansar, almorzar y realizar una que otra reparación rápida a sus vehículos. También era normal ver algunas camionetas y otros carros un poco más modestos, pertenecientes a los abogados litigantes que recurrían a esos espacios cuando se complicaba demasiado conseguir un lugar más cercano a los tribunales; pero ese día, los espacios estaban por completo despejados. Toda esa zona urbana conectaba con una vía principal nombrada en honor a un personaje histórico que ya nadie recordaba. La gente prefería llamar a la ruta: «La 4 de julio». Por supuesto que tenía muchos otros nombres: «La calle de los travestis», debido a la gran cantidad de actividad homosexual registrada a altas horas de la noche. Otro nombre común era la vía de los mártires que hacía referencia a una gran estatua de bronce situada a unos cuantos pasos de los estacionamientos. Pasando la estatua de bronce, en la que se ven representados a dos estudiantes llevando la bandera del país, mientras trepaban sobre una cerca alambrada, estaba la vía rápida, vulgarmente conocida como «La 4 de julio», y luego un grupo de callejones internos que conducían hacia el palacio legislativo.
—¿Qué sigue Matute? ¿secuestrar a la primera dama? ¿colocar una bomba en la corte suprema de justicia? —cuestionó Héctor, empleando un tono de voz que buscaba disimular su nerviosismo; para su mala suerte, sus manos temblorosas denotaban su verdadero estado anímico. Sashinca le dedicó otra mirada de desprecio, pero no dijo nada—. No estás haciendo ningún bien al país. Todo esto que has hecho solo terminara por condenar a nuestra gente.
Matute desvió sus pequeños ojos negros hacia Héctor, lo miró durante unos pocos segundos hasta que algo en sus pensamientos pareció recordarle que no valía la pena discutir con aquel aborigen vestido como un vaquero. Apretó uno de los botones en la puerta y la ventana descendió con un ruido casi imperceptible. La brisa tibia ingresó al interior de la limosina, anunciando que el clima húmedo y caluroso, propio del país, empezaba su drástico reinado de casi siete horas. Su país, perteneciente a la zona tropical, siempre había sido particularmente caliente, pero con el paso de las décadas las temperaturas, a ciertas horas del día, se volvían insoportables. Aquel drástico clima caluroso también era una herencia de las luchas políticas entre los dos partidos gobernantes del país (RFA y PPA «Los istmeños»). Las mujeres más viejas de la tribu Bokota solían describir al país como un lugar fresco, lleno de árboles y zonas boscosas que se extendían hacia el horizonte. Matute estaba consciente de que aquello era una exageración, sin embargo, la tala indiscriminada era a su vez una cruel realidad. La madera del país llegó a ser un recurso explotado de manera arbitraria. Obviamente existían estudios de impacto ambiental que aseguraban que la flora y fauna del país se recuperaría. Los permisos de explotación se extendieron de acuerdo con todas las formalidades legales correspondiente. No se taló ni un solo árbol en el país sin contar con los requerimientos legales exigidos tanto a nivel nacional como internacional; y fue así como un día el país se quedó sin sus bosques, trayendo como consecuencias, un par de décadas después, un sistema climatológico inaguantable. Ya no era posible vivir en la ciudad sin contar con un buen sistema integrado de aires acondicionados. Los partidos políticos gobernantes incrementaron sus arcas con la venta indiscriminada de madera, mientras que el país, poco a poco, se volvía un horno en el que ya resultaba complicado generar cultivos. Matute cerró los ojos, dejando que aquel molesto calor llagara a su rostro, pensando en todo lo que ya habían perdido.
—Te hice una pregunta…, ¿qué sigue? —insistió Héctor, logrando captar la atención de su secuestrador.
—¿De verdad te preocupa nuestra gente? —La pregunta lo dejó desconcertado durante unos pocos segundos, pero luego se impuso, seguro de que no era él quien estaba actuando mal.
—Asumí el liderazgo para protegerlos —contestó el indígena vaquero— aún tenemos tiempo para parar esto…, aún podemos liberar a los secuestrados. Yo asumiré la responsabilidad.
—Sigues pensando que nosotros somos los villanos aquí —replicó Matute, enseñando una amplia sonrisa que dejaba ver sus dientes blancos y torcidos—. ¿Así es cómo nos ves, Héctor? Piensas que estamos en una película de indios y vaqueros. Nosotros somos los bárbaros desalmados y los políticos con los vaqueros buenos y justicieros.
La puerta correspondiente al lado del conductor se abrió de golpe. Tule, el originario albino se asomó rápidamente. No dijo nada, pero su sola mirada fue suficiente para que Matute comprendieran algún tipo de mensaje secreto. Héctor se esforzó por llamar la atención del hombre que le había quitado su liderazgo. De alguna forma sentía que estaba luchando en contra del tiempo. Algo malo iba a suceder, y tenía la obligación de intervenir, no solo para proteger a las personas inocentes, sino para defender a su gente. El plan de Matute era egoísta y vengativo. Él actuaba bajo los efectos del rencor, y probablemente influenciado por tradiciones bélicas que llevaban más de 300 años desaparecidas. Si lo que sucedía fuera de verdad una película, Matute tendría razón. Héctor se consideraba a sí mismo como el héroe de la historia, que haría lo necesario para combatir a quienes amenazaban con romper la tranquilidad del país.