CAPÍTULO V
Egoísta
7 horas para el ataque
La reunión a puerta cerrada se desarrollaba en una sala pequeña, ubicada en la parte norte del palacio legislativo. En el interior y colgando de una pared, a unos centímetros de un televisor plasma, un reloj circular de bordes y números negros, sobre una superficie blanca, marcaba la hora local: once de la mañana. Diana se encontraba en la parte más alejada de la mesa con su ropa aún mojada por aquella deliciosa salsa. La diputada mantenía la mirada fija en el reloj colgante sobre la televisión plasma. Sus colegas discutían ruidosamente los últimos eventos suscitados en el edificio. Bartolomeo era quien más gritaba en el salón. La reunión fue conformada con premura, solo por algunos testigos y otros colegas diputados. La secretaria y la asistente de Diana también estaban presentes. Lorena aguardaba al lado izquierdo de Diana, mientras que Patricia permanecía a su lado derecho. La asistente sujetaba entre sus temblorosas manos una botella grande de alcohol desinfectante y una bolsa de bolitas de algodón. El algodón era parcialmente mojado en alcohol antes de pasárselo a Diana, quien luego procedía a sostener el producto bajo la nariz como una forma de controlar las náuseas. Antes de la reunión, intentó lavar su saco y falda para que el olor de aquel puerco dejara de agobiarla, pero no servía de nada. No importaba cuanto lavara la tela al final el olor porcino regresaba. Melissa se mantenía cerca de Patricia. Su maquillaje corrido denotaba que había estado llorando hace poco. La diputada Georgina se hallaba sentada a un lado de Federico. Cualquiera habría pensado que Georgina, luego del descubrimiento de un asesinato, y otros tres posibles casos de secuestro, que también podían resultar en un homicidio, se tomaría la situación con un poco más de seriedad. Tal vez fuera por los nervios o quizás se trataba de una forma de mostrar su completo desinterés. Georgina tenía frente a ella una botella de whisky y un vaso casi lleno. Por el aspecto de su rostro era posible notar que no lograría mantenerse despierta por mucho tiempo.
—¡Malditos bananeros! —rugió el enano de hierro, antes de propinar un golpe sobre la mesa.
La silla situada a su lado se encontraba vacía, pero por el nombre ubicado al frente sobre un sujetador metálico, se observaba que la misma estuvo destinada para la diputada Nancy.
—¿Es seguro que esto es obra de los jodidos indios? —inquirió Federico, con un gesto de sorpresa y desagrado en su rostro.
Para él, los indígenas no eran capaces de elaborar aquel complicado atentado. El elegante lobo, al igual que muchos de sus colegas, no consideraba a los originarios como una verdadera amenaza, y en cierta forma tenía sentido. El país presenció demasiadas protestas que no terminaban en nada productivo, al menos no para los aborígenes. Resultaba imposible no acostumbrarse a ese raro tipo de paz precaria.
—Esto podría ser obra de los Istmeños.
—Claro que es obra de los Istmeños, pero están usando a los putos indios— aseguró Georgina en medio de un repentino brote de sobriedad.
Para los presentes, ese comentario, por muy borracha que estuviera su autora, no carecía de cierta lógica. Los Istmeños emplearon a los nativos en sus innumerables estrategias electorales. Las papeletas de promoción electoral presidencial para los candidatos apoyados por los insistentes Istmeños, siempre mostraban el rostro maltratado de algún niño aborigen, por lo general, la imagen también iba de la mano con alguna frase romántica acerca de la importancia que tienen las siguientes generaciones. El uso propagandista de los originarios no era algo nuevo, y gracias a su ineficiencia durante las contiendas electorales fue inevitable dejarlos de lado dentro de la mayoría de los siguientes eventos nacionales.
—¡Esto es en serio! —se burló Adrián Belfo, uno de los diputados de la provincia de Boca Tigre. Él, al igual que Francisco, dudaba de la capacidad de los pueblos indígenas para organizarse de esa forma—. Estamos hablando de los putos indios. Esos imbéciles son capaces de vender a sus hijos por una caja de cigarrillos —agregó, empleando la actitud grosera y fanfarrona que ya se había vuelto una costumbre para todos los que debían trabajar con él.
Adrián era un hombre negro y alto que había cumplido los cuarenta años hace poco, era un fisicoculturista aficionado y adicto a los esteroides, lo que le había llevado a desarrollar su masa muscular torácica mucho más que la de sus piernas, dándole una apariencia graciosa que intentaba disimular empleando pantalones largos. El diputado contaba con el monopolio de todos los gimnasios en el país.
—No escuchaste lo que pasó. ¡La colega Diana descubrió una maldita cabeza humana en el interior de un puerco! —le recordó Melissa, quien, a pesar de su elevado tono de voz, tampoco parecía salir del asombro ante lo que sucedía.
—También pudo ser obra de los narcotraficantes —sugirió Helena Damasco. Una de las diputadas adscritas a la provincia de Chiriquí.
Helena, en sus cincuenta y ocho años, mostraba un rostro inmaculadamente perfecto, lo que también daba impulso a los constantes rumores sobre su adicción a los procedimientos quirúrgicos estéticos. La diputada de Chiriquí contaba con una altura impresionante, siendo incluso más alta que Federico; y si la diputada Nancy era constante en el uso de los vestidos rojos, Helena, por su parte, mostraba una clara debilidad por los vestidos enteros de color amarillo chillón, lo cual no combinaba para nada bien con su cabello rubio rizado, peinado siempre de una manera escandalosa y señorial, recordando a las mujeres elegantes de la época victoriana.