Arcadia

Epifanía

Para los gobernadores de Arcadia, el anonimato era más respetable que el propio nombre. Que les tratasen de "usted", "señor", "majestad" (además de otros condecorados apodos que circulaban de reino a reino), era verdaderamente algo que preferían.

Fue una lección que aprendieron del antiguo soberano de Arcadia, que fue tachado de malvado y despiadado.

Su nombre, al igual que su buena reputación: cayeron en el olvido. Lo único que se supo es que su primer nombre era Árcadis, aunque los ciudadanos del país lo simplificaron por uno mucho más ajustado a su figura; un nombre, que tuviese como significado "la primera persona en mandar": el autoritario e ingenioso soberano que conocía ya de antemano su propia esencia e identidad.

Una persona sociópata dominada por la cruel obsesión del poder, y cuyo nombre debía de hacer temblar a los habitantes del país hasta quedarse grabado en sus corazones, y por ende en las futuras generaciones: Acras.

 

No obstante, el emperador del Oeste había decidido hacer oídos sordos a la absurda creencia de sus hermanos y antepasados.

Él ansiaba el reconocimiento, y no quería ser cualquier persona ni mucho menos cualquier soberano. Él quería que su identidad se supiese y se vitorease. Definitivamente, buscaba diferenciarse del resto, y lo había conseguido con creces.
 

Todo poniente era consciente del compromiso del Emperador Damián Assad y de su pareja Elysa, quien era considerada la mujer más bella del reino: su hermoso pelo azabache y su piel morena habían logrado hechizar al emperador con un auténtico amor a primera vista.

Aquel día habían decidido asistir a una obra de teatro (que se hacía pública en la plaza), coincidiendo con ciudadanos de distintos estatus sociales, entre los que se encontraba Seth.

El rubio estaba sentado en la entrada pidiendo limosna. Se había subido la capucha de su sudadera de cuero por encima de los hombros para protegerse del Sol, y extendía la bota que se había quitado con el fin de que los ciudadanos depositasen en él sus monedas. Llevaba pocas, pero las suficientes como para poder alimentarse en una semana.

Seth se había quedado sin un techo en el que dormir. La General Kyra, como castigo de todos los hurtos realizados, destrozó su pequeña morada la mañana del día siguiente del juicio. Todos los ciudadanos sabían cómo era el rostro del pequeño ladrón que se colaba en sus viviendas. Su capucha, de algún modo, le había proporcionado la seguridad que necesitaba y le había permitido observar desde las sombras las novedades que circulaban dentro del reino.

El joven sabía acerca de la boda imperial, que tendría lugar en un mes coincidiendo con la fiesta primaveral, y no podía evitar fantasear con su presencia en aquella celebración.

Se trataba de una fantasía que escondía los más oscuros pensamientos del ser humano. Se le venían a la mente distintas ideas con las que poder sublevarse en contra del orden político y amoral de su reino.

Ideas, por las que estaba convencido de que iría al mismísimo infierno de solo pensarlas.

 

El emperador, de la mano de su futura esposa, depositó en Seth diez monedas de oro haciendo que el rubio levantase la mirada para ver quien había sido la persona digna de su gratitud. No obstante, al descubrir de quien se trataba, sintió el fuerte impulso de querer deshacerse de ellas. A pesar de que aquello le iba a permitir subsistir durante un mes entero.

Damián le sostuvo la mirada inspeccionando, desde sus ropas desgastadas, hasta el color verde de sus ojos. Conocía los rumores que había sobre él: la ejecución de Gretel y lo escurridizo que podía llegar a ser. Sin embargo, había otra cosa que conseguía hacer que el emperador avivara aún más su curiosidad en él.

Algo, que ni el mismísimo Seth sabía.

 

La mirada que el rubio depositaba sobre el nombrado "Rey del Desierto" no era considerada fría ni seria, así como tampoco expresaba desconfianza o enfado.

Por un instante, aquellos ojos lograron congelar al emperador obligándole a preguntarse qué era lo que debía de creer de una mirada así.

Verdaderamente, Seth tan solo estaba intentando asimilar aquel golpe de realidad para más adelante iniciar un cambio: estaba ideando una táctica.

El verde de sus ojos finalmente se despegó de su figura haciendo que, Elysa, carraspease llamando la atención de su amante.

—¿Entramos, cariño? La función comenzará en breves.

Finalmente, los dos se adentraron en el anfiteatro haciendo que el rubio les siguiese con la mirada.

Otra vez las macabras ideas se cruzaban por su mente, aunque esta vez planteándose todo con lujo de detalles.

Seth quería que el emperador supiese de primera mano lo que significaba perder a la persona más importante en su vida.

Ansiaba que su mundo se cayese a pedazos, como había hecho el suyo.

Que su corazón dejase de latir por un momento y que su garganta se secase de increpar tanto dolor.

Quería verle muerto de tristeza. Y no encontraba mejor momento para hacerlo que en una boda de sangre.


















 

Tresa había mejorado con el arco.

A pesar de las infinitas peleas que había tenido con el Comandante Duman, ambos habían logrado llevarse bien en lo que respectaba a practicar por la noche.

El motivo se debía a que no hacían falta palabras en aquellos momentos, pues lo único que tenía que hacer la morena era esforzarse porque la flecha no cayese al suelo y escuchar los sabios consejos del castaño.

La noche en Seirin era fría. La aprendiz apenas sentía sus dedos, y la punta de su nariz estaba ligeramente roja, al igual que sus pómulos.

Partirían hacia el embarcadero al día siguiente, y quería aprovechar hasta el último momento para practicar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.