Aristella.
Al atravesar la puerta de la sala de conferencias del palacio, por mandato del rey, mi paso se detiene ante la figura imponente del emperador, quien se encuentra en su trono. Sus ojos, ardientes y llenos de ira, me escudriñan sin piedad. El aire está cargado de tensión, tan palpable que parece que un cuchillo podría cortarlo.
Realizo la reverencia acostumbrada y le saludo con respeto.
—Saludos al sol del imperio, que su luz y vitalidad siempre estén a su lado.
Sus ojos, cafés y casi inquietantes, se fijan en mí mientras su cabeza descansa sobre el dorso de su mano. La espera es interminable, cinco minutos que parecen eternos, antes de que rompa el silencio.
—No veo en ti nada que merezca la atención de mi hermano. ¿Has logrado persuadirlo? ¿hay algún complot contra mí? Porque si no, no encuentro otra explicación.
Mi mirada vacilante responde por mí; estoy perdida en mis pensamientos. Sabía que Sandiel había mencionado algo sobre mi tutela, pero no esperaba que lo hiciera tan pronto. Observo al emperador durante unos segundos más, esperando una señal de que continúe.
—No es lo que usted piensa, señor. Ni yo misma sé qué planes tiene Sandiel con respecto a mi tutela. Pero puedo asegurarle que no es en su contra. Se ha fijado en mi habilidad con la espada y desea tenerme en sus filas para aprovechar mis talentos. Eso es todo.
El silencio se apodera de la sala nuevamente. La incomodidad es tan intensa que prefiero estar encerrada en el cuarto oscuro.
—¿Acaso piensas que, por el hecho de que mi hermano sea tu guardián, no tengo poder sobre ti?¡Soy el emperador, el monarca supremo de este país! No lo olvides jamás. Continuarás protegiendo a mi preciosa hija y cargarás con el peso de cualquier daño que pueda sufrirla. No te ilusiones pensando que tu libertad está asegurada por no estar bajo mi custodia directa. Tu existencia tiene un único propósito: servirme hasta que exhales tu último suspiro, Aristella.
Sus palabras caen como un martillo, y yo, muda ante su furia, asiento. Mejor no añadir leña al fuego. Se frota el rostro, un claro indicio de su exasperación. Me quedo sin palabras, ya le he mostrado mi disposición a velar por su hija, pero eso no parece satisfacerle.
—Si tus palabras son sinceras y solo desea aprovechar tus dotes con la espada, aceptaré su oferta con agrado. Sin embargo, hay algo que debes hacer por mí.
Anticipa mi rechazo, pero no encuentra ni un atisbo de ello. Permanezco impasible, aguardando su mandato, consciente de que no presagia nada bueno. Calmo mi ansiedad recordando la trama del libro que estoy leyendo, para ocultar mi descontento y nerviosismo.
—Necesito que te ganes su lealtad, que obedezcas sus órdenes incluso si van en mi contra, para que, cuando llegue el momento oportuno, puedas eliminarlo.
Su mirada se endurece, una sonrisa malévola se dibuja en su rostro, aguardando mi contestación. Mi corazón amenaza con escaparse de mi pecho, y siento un frío glacial recorrer mis venas.
—¿Es su deseo que ejecute a su propio hermano?
Mi pregunta, impregnada de incredulidad, lo incita a levantarse abruptamente de su trono.
—¿Te atreves a cuestionarme? ¡Es un mandato, no una sugerencia! No tienes derecho a cuestionar mis deseos. Tu única función es obedecer, rata inmunda.
- Pero, mi señor...
- ¡Silencio! ¡No quiero oír tu voz insolente!
Con un movimiento tempestuoso, derriba su silla, la furia se desborda en su semblante. Mis labios se sellan por la resignación, mientras mi mente busca una escapatoria. Se aproxima con pasos que resuenan como truenos y me asfixia con su agarre.
—He notado tu mirada de desdén y asco. ¿Cómo te atreves a dirigirme esa expresión? No eres más que un parásito que salvé de la miseria de los Aspen. Te brindé refugio, sustento, vestimenta, a cambio de una sola condición: la protección de mi hija. Y ahora, ¿te crees con el derecho de juzgarme, de mirarme con repudio? ¿Todo porque mi hermano ha asumido tu tutela? ¡INGRATA!
Me arroja con violencia contra la pared, el impacto resuena en mis oídos, una sensación gélida recorre mi nuca. Al tocar mi cabeza, mis dedos se tiñen con el líquido cálido y espeso de mi sangre. La visión se me nubla, pero contengo cualquier gemido de dolor. Me incorporo, apoyándome en la pared, y enfrento su mirada aún inflamada de ira. Sus puños están cerrados, sus dientes rechinan por la fuerza con la que aprieta la mandíbula.
—Si tiene algún problema con su hermano, resuélvalas. No soy más que un peón en el tablero de su familia. Si le desagrada que él tenga mi custodia, señor, revóquela. Pero yo no puedo intervenir. Alzar mi espada contra alguno de ustedes sería un crimen castigado con la muerte. Acabe conmigo si así lo desea, pero no empuñaré mi espada contra su hermano, no sin una justa causa de traición hacia su majestad, el rey."
Mi voz se quiebra por el impacto; siento la sangre deslizarse por mi cuello, deteniéndose en el borde de mi capa. Debo escapar de aquí cuanto antes, pero su mirada feroz me dice que será imposible. Se acerca a mí con pasos rápidos y, nuevamente, me toma del cuello para lanzarme contra la mesa. Mi espalda emite un crujido y mi cabeza rebota; el dolor me hace morderme la lengua y comienzo a toser sangre. Mi cuerpo clama por el fin de este tormento; las heridas recientes se reabren. No puedo más, contengo las lágrimas y me levanto. Desciendo de la mesa con dificultad. El rey se enfrenta a mí y golpea mis costillas con su puño.
—¡Te he ordenado que no me respondas! Obedecerás, a menos que prefieras ser acusada de traición. Y escúchame bien, rogarás por la muerte sin hallarla. Cualquiera que veneres sufrirá tortura ante tus ojos, y tú cargarás con la culpa. Así que recuérdalo bien: tu espada me pertenece. La alzarás cuando yo lo ordene, matarás a quien yo diga, sin protestar. Puedo causarte un daño inimaginable y a nadie le importará, porque no eres más que una rata abandonada.
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Editado: 10.12.2024