Argamasa; timothée chalamet

CAPÍTULO UNO

La catedral de Winchester estaba abarrotada.

 

La había visitado en millones de ocasiones. De hecho,  había pisado ese suelo más veces de las que era capaz de recordar, pero jamás la había visto así de llena.


Odiaba ese lugar. El lugar que me había visto crecer en todos los aspectos posibles. Desde mi bautizo, pasando por la muerte de mi madre, hasta aquel día: mi casamiento.
 

Había soñado con la llegada de ese momento desde que no era más que una cría. Siempre había pensado que me casaría en una iglesia llena de luz y con alguien a quien yo realmente amase. Al menos, eso fue lo que mi padre le prometió a su propia esposa cuando ella yacía casi sin vida postrada en la cama de su alcoba. 

 

No fue así.
 

Richard, el conde de Gloucester, estaba justamente a mi lado. Le había conocido simplemente unas semanas atrás y ya había sido capaz de darme cuenta de que era una de las persona más repugnantes que había conocido en toda mi vida. Solamente se preocupaba por el oro. Y por el poder. Y por todas aquellas cosas a las que yo renunciaría sin siquiera pensarlo.

 

Toda la iglesia estaba esperando a que el Arzobispo de Canterbury consumase la celebración. Ambos sabíamos perfectamente que cuando eso pasase, cuando fuésemos un matrimonio ante los ojos de Dios, él se convertiría automáticamente en el próximo rey de Inglaterra. Esa era la principal razón por la que mi padre me había obligado a casarme de forma tan precipitada: el pueblo jamás aceptaría a una mujer como monarca. Y su ego y orgullo necesitaban que su linaje continuase a toda costa. Sin importar cuál fuese el precio.

 

Los siguientes minutos fueron una tortura. El hedor a sudor y suciedad impregnaba el ambiente, a pesar de intentar ser desesperadamente eliminado por el incienso que uno de los monjes no paraba de zarandear de un lado a otro. 

 

Odiaba esa época del año porque la gente no paraba de estornudar por culpa de la gripe estacional. Esa gripe atacaba Inglaterra cada Otoño, diezmando la población en determinadas ocasiones. Esa gripe había matado a mi madre, y esa era la razón por la que me aterraba.


Me giré, mirando a ese pueblo que me negaba la opción a optar al trono de mi padre - de mi familia- simplemente por ser mujer y negué con la cabeza casi derrotada. Las personas que tenía detrás de mí eran la causa por la que yo estaba casándome. La razón por la que mi vida se estaba destruyendo justamente delante de mis ojos sin que yo pudiese hacer nada para evitarlo. Ellos me estaban obligando a hacer una cosa así cuando, realmente, yo no les debía absolutamente nada.
 

Yo ni siquiera quería ser reina. Hubiera cedido mi puesto a cualquier otra persona de no haber sido hija única. Mi único y frágil hermano había muerto poco después de nacer. El milagro de Inglaterra había perecido en los brazos de mi padre antes de siquiera tener un nombre.

 

Las palabras que el Arzobispo pronunció después me sacaron de mi ensoñación. Estaba hecho. Estaba pagando tal precio a los diecinueve años por el simple hecho de haber nacido en el palacio de Winchester y ser hija de Henry II de Inglaterra.

 

Richard me besó. Esa era la primera vez que alguien había tocado mis labios, y yo no podía ver más allá de mi desesperación y repugnancia por tener a un hombre tan prepotente y arrogante como él encima de mí delante de toda Inglaterra.

 

Mi padre estaba a nuestro lado, sonriendo. Sentado en su trono feliz por lo que acababa de suceder, a pesar de saber que eso mismo estaba destruyéndome. 

 

Apreté los puños, apartándome lo más rápido posible del hombre con el que tendría que compartir lecho por el resto de mi vida.
 

Miré al frente, sintiendo como poco a poco y, sin en realidad quererlo, una lágrima diminuta comenzaba a caer por mi mejilla. No sabía si iba a ser capaz de aguantar una cosa así. Podía ser fuerte por días. Por semanas. Por meses si hacía falta. Pero, ¿eternamente?
 

Siempre había tenido la certeza de que sería libre, de que nadie podría dominarme. En mi interior, lo que yo creía era que nunca podría llegar al trono. Que siempre sería la última en la línea de sucesión, pasase lo que pasase. Porque, demonios, daba igual que yo fuese la hija del mismísimo rey si, al final del día siempre sería una simple mujer. Dios acababa de demostrarme que llevaba equivocándome toda la vida.

 

Richard me miró. Pero yo no fui capaz de hacer lo mismo. Me quedé allí, estática. Incapaz si quiera de darme la vuelta para salir de una vez de aquel lugar. Él me cogió de la mano, tratando de parecer gentil. Pero no lo fue. La forma en la que su agarre se apretó cuando pasaron apenas un par de segundos me demostró que libertad era un término que ya nunca más sería capaz de acariciar.
 

Salimos de allí, y yo no pude evitar sentir la manera en la que la persona que había sido diecinueve años princesa de Inglaterra comenzaba a desprenderse de mí, cayéndose lentamente sobre el velo que arrastraba y ocupaba gran parte del pasillo de la catedral para perderse para siempre y no volver más. 

 

Todo el pueblo de Inglaterra estaba en el exterior. Podías encontrar cualquier cosa, desde herreros a panaderos, desde condes a duques, sacerdotes o priores. Nadie quería perderse tal espectáculo. Nadie quería perderse la manera en la que me estaban cortando las alas sin que realmente se diesen cuenta.

 

Richard me miró de nuevo y se agachó para estar a mi altura. Dirigí mis ojos a los suyos, clavando mis pupilas en su iris verde con incertidumbre. Fruncí el ceño porque no sabía qué era lo que tenía pensado hacer, o decir. 

 

Sonrió con suficiencia. 

 

—Larga vida al rey. Y a la reina.

 

No dudé ni un solo segundo en mirar de nuevo a mi pueblo y tragar saliva.



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Editado: 25.08.2020

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