Ariantes: El Hijo del Dragón

KIRTAN MEDRES

Kirtan había vuelto de su ronda de la tarde, que lo había dejado muy cansado. Luego fue a dar su reporte al comandante del fuerte, el semi-orco Carión, general de la guardia personal del rey. Desde que le había dado la orden de participar de dos de las patrullas diarias, Kirtan se encontraba mucho más cansado. Tal vez se estuviera poniendo viejo, pero con ello, el respeto de los demás crecía. Incluso “las bestias” lo trataban de manera cordial, o algo similar que era lo que dejaban ver.

Carión le había ordenado a sus propios soldados que ayudaran en todo lo que Kirtan les pidiera, y si bien no les había pedido nada, ellos ya de por sí se molestaban por ello. Pero no le importaba, en cuanto sus soldados se enteraron de que había dado esta orden, habían sentido que Kirtan era un gran líder, alguien que incluso la guardia de elite de Rikko III debía respetar. Para ellos, eso ya era un orgullo.

Se había quedado pensando en esta situación desde que sucedió, todo a su alrededor había cambiado y eso era algo a lo que no estaba acostumbrado. Siempre le habían reconocido como un gran militar, pero nunca pensó que el reconocimiento venía desde tan arriba. Esto a veces le quitaba el sueño, siempre había querido ser un general respetado, no podría adquirir lo primero, pero sí lo segundo.

En cuanto se liberó de sus deberes como oficial, decidió retirarse a su habitación, para asearse e intentar dormir un rato. Se quitó la polvorienta armadura y se metió en una bañadera de agua caliente. Necesitaba relajar los músculos y quitarse la suciedad. Se quedó con el cuerpo flácido y la cabeza tirada hacia atrás, viendo el techo de su habitación, construido de piedra, sobrio como todo lo demás en Hröngar. Había logrado relajarse tanto que pronto comenzó a dormitar, para luego caer en un profundo sueño.

Estaba en una casa de madera, con un enorme hogar en una esquina, y un fuego fuerte se encontraba prendido. Del calor se desprendía un exquisito aroma a guiso de conejo, con muchas verduras, cocido en una gran olla de hierro fundido. Podía escuchar el lejano ruido de unos niños corriendo, gritando y jugando, al igual que el de algunos animales. Kirtan admiraba esa vida que había podido conseguir. Cerró los ojos y sus demás sentidos se agudizaron, dejándose envolver por aquella fragancia que lo inundaba.

No tardó en sentir que los gritos de alegría de los niños se convertían en unos de dolor y llanto que lo obligó a abrir sus ojos, para encontrarse con una mujer de espaldas frente a la olla que colgaba sobre el hogar. La mujer no lo miraba, solo movía los brazos revolviendo el guiso. Los gritos de dolor de los niños se sentían cada vez más y más fuertes, pero él no podía alejar la mirada de aquella mujer. Poco a poco fue acercándose, por más que el no quisiera, había como una fuerza poderosa que lo obligaba a andar hacia adelante. Pudo observar el contenido del guiso y ver que no era conejo, vio flotar un ojo y una oreja humanos, pero a pesar de ello no pudo detenerse y siguió avanzando. Extendió su mano contra su voluntad y tomó el hombro de aquella mujer que no le miraba. A medida que ella comenzaba a darse vuelta, Kirtan comenzó a sentir más y más calor, el fuego tomó las paredes y el techo, pero él no podía apartar su mirada de ella. Cuando por fin se dio vuelta, lo recibió una cara sin rostro. La piel desollada colgaba rasgada por los costados, y luego todo se sumió en la mirada perdida de unos ojos oscuros y vacíos.  La oscuridad lo ocupó todo, ya no podía sentir nada. No veía, no olía, no escuchaba. O eso pensaba. Trató de concentrarse y se dio cuenta de que estaba en un sueño, o una pesadilla, pero no podía despertarse. Tal vez estuviera muerto y no se había dado cuenta ¿Era ésta la otra vida de la que hablaban sus sacerdotes, aquella llena de alegría, comidas y orgías junto con los dioses? Si esto era lo que les esperaba, esos sacerdotes les habían engañado.

Intentó concentrarse aún más, debería haber algo allí que le permitiera liberarse. A pesar de estar en la oscuridad absoluta, cerró los ojos e intentó agudizar nuevamente sus sentidos, no podía oler nada, pero estaba seguro que algo se escuchaba muy lejano. Intentó prestar más atención, acercándose al sonido, hasta que al fin pudo distinguir lo que era. El sonido del cuerno de batalla de “Las Bestias del Rey”. “¿Pero por qué lo oía en un sueño?” Se preguntó Kirtan. Aunque pronto se dio cuenta de que ese sonido no provenía de su sueño.

Kirtan se despertó agitado bajo el sonido abrumador de aquél cuerno. Se sentía cansado a pesar de que ya era de noche, lo cual significaba que al menos había dormido unas dos horas.

Se levantó aturdido y fue a ponerse unos pantalones de cuero reforzado y una camisa larga que le servía de túnica corta. Se ciñó el cinto y colocó sobre todo esto la armadura. Era una hermosa armadura de acero, de la cual solo se colocó el peto, los guanteletes (con brazales) y el yelmo. La elección de estas piezas no era casual. Podría haber optado también por la protección de los escarcelones (piezas articuladas que protegían hasta la rodilla), las hombreras y los guarda brazos, o las musleras y grebas, todas piezas de acero. En cambio, Kirtan había aprendido muy bien que contra los orcos todas aquellas protecciones no le servirían de nada, era mucho más importante la movilidad que la armadura, pero a pesar de ello, debía utilizarla para que sus hombres le reconocieran como autoridad que representaba. Además, eso siempre elevaba la moral, puesto que el escudo de Rhondia figuraba en el centro del peto. El estandarte rhondo constaba de un hacha y un martillo cruzados, con la figura de un león en el centro, que miraba hacia el frente, con los ojos rojos sobre un fondo púrpura. Se encontraba en todos los torreones del muro, como signo de poderío y dominio.



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En el texto hay: elfos, enanos, guerra

Editado: 13.06.2019

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