Ariantes: El Hijo del Dragón

KEREL FELDÜR

Kerel observaba el campamento orco en los alrededores del fuerte. Vencer las defensas de aquella construcción se había presentado como desafío, habían sufrido bajas, pero la mayoría había sido del ejército Fe-Gun. Por suerte, el grueso del ejército orco había logrado salir victorioso sin sufrir bajas significativas. A aquellos que habían quedado heridos, un grupo de Fe-Gun se había dedicado a curarlos mediante el uso de la magia.

Estaban por conseguir la meta de la primera etapa, la destrucción de Rhondia estaba en la palma de sus manos, solo debían apretar con la suficiente fuerza como para eliminarlos. A Ulog se lo notaba nervioso pero contento, y eso significaba que las cosas estaban viento en popa en la guerra.

Pero en su plano personal era todo diferente, Kerel estaba cerca de su muerte, podía sentirlo. Lo había sentido por primera vez en el viaje en barco, donde sintió que la fuerza no era la de antes. El hechizo de longevidad que había practicado hacía tanto tiempo, y que le había permitido vivir más de un milenio, comenzaba a mostrar sus efectos adversos. Casi no podía caminar, se sentía como un viejo decrépito, no tenía apetito ni sueño. Las fuerzas le abandonaban y la única solución posible era realizar un sacrificio al dios Drako, pero que debería ser tan masivo, que solo la guerra podía proporcionarle los hombres necesarios. Esa había sido una de las razones para iniciar la guerra, pero todavía no contaba con los cuerpos necesarios para que el sacrificio sirviera. Su única posibilidad era que la batalla de la península de Taria sucediera de inmediato, pero los preparativos y el asedio demorarían algunos días, días que él no tenía.

Kerel había decidido despejar su mente mientras caminaba por el  campamento donde orcos y Fe-Gun, cada uno por su lado, completaban las órdenes que el joven líder orco les había dado. La más importante era la relativa a las máquinas de asedio, a las cuales debían hacer cruzar hasta el norte del fuerte, y además debían levantar tres torres de asedio para el asalto.

Kerel se había sorprendido de la diligencia que los elfos oscuros, raza despreciada por todas las demás. Siempre se habían sentido desplazados por los humanos y elfos, pero con los orcos habían tenido poco trato, y si bien no se llevaban bien entre ellos, habían logrado convivir gracias a la guerra. Ulog tendría un problema en el futuro, cuando tuviera que repartir la victoria, pero mientras tanto, habían probado ser un gran aliado. El campamento parecía una pequeña ciudad, donde todos iban y venían, las risas se elevaban y se observaban juegos de azar y bebidas alcohólicas que circulaban entre las carpas.

El viejo elfo caminaba cansinamente apoyado sobre su báculo, los huesos le dolían y la fuerza muscular le abandonaba. Cuando llegó finalmente a su carpa, se dejó caer pesadamente en una mullida silla con un alto respaldo y labrados apoyabrazos de madera. El sol estaba descendiendo en el oeste, tornándose de un precioso color rojo, las pocas nubes a su alrededor se asemejaban a la silueta que el humo realiza al arrojar algo al rojo vivo sobre el fuego. Lentamente fue abstrayéndose de lo que había a su alrededor y se vio a sí mismo rememorando nuevamente su pasado.

No pudo evitar que el color rojo del cielo le recordara aquél volcán conocido como Drako Nigáis. Recordó el calor que sintió a medida que se acercaba a donde había visto la figura misteriosa que sobrevolaba la nubosa zona. Estaba seguro que había visto una gran sombra sobrevolando el cielo invisible, que se dirigía hacia el interior del volcán. Lamentablemente, ningún Fe-Gun había decidido hablarle sobre lo que sucedía una vez que llegaban hasta allí, aunque se imaginaba que nadie lo sabía, pues solo los Alergus tenían permitido llegar hasta allí, los restos que observó en su camino hacia aquél lugar lo confirmaban. El ascenso era difícil, escabroso y lleno de obstáculos, pero el joven Kerel podía hacerlo a pesar de la escasez de oxígeno. El ascenso le llevó tres días, y aunque intentó utilizar magia para hacer el ascenso de manera más rápida y confortable, pronto se dio cuenta de que allí, su poder era inútil. Al atardecer del tercer día, Kerel Feldür había logrado llegar hasta el borde del volcán. En ningún momento había vuelto a ver esa sombra, y no pudo evitar preguntarse si ello no había sido una ilusión o un delirio de su cabeza, producto de las inclementes condiciones de vida de aquél lugar.

Decidió dormir un rato antes de aventurarse a ver que le deparaba el interior del volcán, descansando en el borde exterior a fin de no sentir el calor abrasante que emanaba desde el magma del interior. Cuando se despertó, pronto notó que algo había cambiado. El denso aire era ahora puro y fresco; el cielo, otrora neblinoso, era ahora un hermoso domo estrellado; el abrumante calor, era ahora una cálida brisa. Kerel se puso de pie y miró hacia su alrededor, estaba todavía al borde del volcán, pero el calor que este emanaba no era ahora tan fuerte. Vio delante de sí un camino que descendía por la pared interior del volcán, un camino que antes no había podido ver. Comenzó a bajar cuidadosamente los peldaños, temiendo que alguno se desprendiera y pudiera hacerle caer, aunque pronto se percató de que estaban en un excelente estado, como si les hubieran creado justo en ese momento. Cuando llegó hasta el último peldaño, observo que un estrecho sendero de roca se extendía hasta el centro del volcán, donde una plataforma circular de gran tamaño estaba ubicada. Kerel, sin levantar la mirada, dio pequeños pasos hasta el centro, pocas veces en su vida había sentido tanto miedo con en aquél momento; sentía una gran opresión en su corazón, aunque no podía darse cuenta el por qué.



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En el texto hay: elfos, enanos, guerra

Editado: 13.06.2019

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