Olivia
Un día, cuando tenía catorce años, dije que nunca dejaría que alguien o algo me controlara. Quería ser libre y seguir el rumbo del viento y de las notas musicales. Con mis patines en mano y sin zapatos en los pies, salto de la ventana de mi cuarto, cayendo en el pasto. Me gusta sentir el pasto en los pies; me relaja.
–¿No es más fácil salir por la puerta? –me pregunta Elena, quien a diferencia de mí, lleva unas botas negras.
–No, ¿tú saldrías por la puerta a esta hora? –le contesto–. Además, mis padres no saben que te estoy acompañando a hacerte un maldito tatuaje a las tres de la mañana.
Me siento en la vereda y me pongo los patines. Patinar me llena de energía y tranquilidad, sobre todo de noche, cuando no hay nadie en las calles y puedo sentir el aire frío golpeando mi cara y ese olor peculiar que solo surge en ese momento de la noche. Elena también disfruta las caminatas nocturnas, pero su madre se las prohíbe.
–Ahora sí ¡a tatuarnos el cuerpo! –dice Elena.
Pongo los ojos en blanco y ella esboza una gran sonrisa.
Mientras patino y espero a que Elena termine de ver las estrellas, a lo lejos, muy a lo lejos, veo a alguien. No podría definir su género, aunque parece un chico, que va unos metros delante de nosotras. Pero lo que más me llamó la atención fue su patineta, más específicamente sus ruedas. Lo único que se veía en la oscuridad eran sus ruedas con luces de colores. Me gustaría tener unas parecidas.
–¡Olivia, ya llegamos! ¿Estás segura de que no quieres hacerte uno?
–¿Hacerme un tatuaje en un garaje? Creo que no.
–Cobarde –me sonríe con sus hoyuelos y arrugas en la nariz.
Elena es mi mejor amiga, aunque sea la única. Desde hace años estamos juntas, incluso antes de que ella saliera del clóset como chica trans. Recuerdo que cuando me lo dijo fue el día de mi cumpleaños, y enseguida la ayudé a elegir ropa con la que se sintiera cómoda y a elegir un nombre con el que se sintiera identificada.
Entramos al lugar y las luces LED me cegaron. Luces violetas, rojas y azules nos daban la bienvenida a este peculiar lugar. Hago una mueca hasta que mis ojos se acostumbran.
–¡Hola, corazón! Tanto tiempo sin vernos –. Elena corrió y saltó a sus brazos. Era un tipo que parecía de unos treinta años, lleno de tatuajes y perforaciones. Su pelo y cejas eran de un verde fosforescente que llamaba bastante la atención.
–Olivia, te presento a Eduardo, mi amigo.
–Llámame Alien, Eduardo en mi reino no existe. Un gusto –. Eduardo, o mejor dicho "Alien", me tiende la mano llena de tatuajes. Su mano era fría y áspera.
–¿Estás segura de que quieres hacerlo? –le pregunto a Elena.
Elena levanta su mirada hacia mí, como si me estuviera retando. Podía incluso ver la emoción en sus ojos. Cuando se pone en plan rebelde, no hay nadie, ni siquiera yo, que la pare... ¿Y saben qué? Siempre me involucra en sus estupideces, las cuales a veces me divierten.
–Tranquilas, todavía no ha llegado mi compañero. Tienen tiempo para meditarlo un poco más –dice Alien.
–¿Quién dijo que tengo que meditarlo? –gritó Elena mientras se tiraba en el sofá, agarrando una cerveza ya abierta. Alien sonrió al verla.
–Esa es mi cerveza, mi ángel.
Antes de que Elena pudiera pronunciar siquiera una palabra, la puerta golpeó ruidosamente la pared. Alien, sin voltearse, ya sabía quién era el que casi lo deja sin puerta.
–Por poco y no llegas, ¿eh? ¿Tuviste que persuadir a tu padre de nuevo?
–¿Persuadirlo? Ni siquiera se enteró. Casi nunca lo hace. Me equivoqué de calle... otra vez –comentó el rubio con una sonrisa.
Este chico nos ignoró por completo, como si no existiéramos. No escuché ni siquiera un "hola". A Elena pareció no importarle ni el golpe ni el rubio. Por otro lado, este muchacho era enorme, era más alto que yo y Alien, que es bastante alto de por sí. Según yo, era un metro ochenta, mínimo. Mantuve mi mirada en él más de lo que me hubiese gustado. Recorrí cada parte de su atuendo: chaqueta de cuero, pantalones de jean, guantes de motociclista y unas botas negras parecidas a las de Elena.
"Bastante básico" pensé. Me esperaba algo más excéntrico como Alien, en plan cabello rasurado de color rosa fosforescente y algún atuendo de ese estilo, con muchas perforaciones. Pero era un chico que parecía bastante común y corriente y joven. No tenía más de diecisiete, seguro.
–Veo que hay caras nuevas por aquí, ¿eh? –clava su mirada en mí, que por desgracia estaba fijamente apoyada en su espalda.
–A ti, pequeña, nunca te había visto. ¿Eres nueva por aquí? –me recorre con la mirada de una manera muy poco disimulada. Sus ojos claros se clavaron en los míos, que de nuevo, estaban fijos en él. Pero algo me sacó del trance en el que estaba, algo me molestó mucho. ¿Pequeña? ¿Acaso tuvo el tupé de llamarme "pequeña"? Mi cara seria se transformó en una mueca de desagrado total que por un momento hizo reír al tonto este.
–Ay, no –susurra Elena por lo bajo. Alien, al contrario que Elena, no pareció molestarle.
Odio con todo mi ser que usen esos "apodos" o "diminutivos". Mi nombre es OLIVIA. Es lo único que acepto. Lo tomas o lo dejas. Además ¿quién llama "pequeña" a alguien que no conoce? Es estúpido si me preguntan.
–Ni se te ocurra llamarme pequeña de nuevo. ¿Quién eres para llamarme así? No vinimos a hacer amigos. La tatúas, te paga, nos vamos y, con suerte, no nos vemos nunca más las caras.
Doy un paso hacia él y lo miro con mala gana aunque me saque tres cabezas más o menos. Él en cambio me observa con una pequeña sonrisa.
–Veo que no somos muy simpáticos por aquí. Me disculpo si le molestó, señorita.
Tira sus guantes y su chaqueta al sofá detrás de él, aún con esa sonrisa socarrona que me está generando un poquito de violencia. Ya me cae mal. Lo último que me faltaba, pelearme con un poste de luz.
–Bueno, ejem..., Olivia, él es Frederick; Frederick, ella es Olivia. Conozcanse y no se maten... al menos no en mi negocio.