Desde que tengo memoria, siempre he podido diferenciar entre un sueño y la realidad.
Este hecho, al que me gusta llamar don, me ha brindado la capacidad de poder alterarlos completamente a mí voluntad. De tal manera que hasta la mas horrible pesadilla quede reducida a cenizas y en su lugar brote el mas dulce de los sueños.
Sueños.
Tan impredecibles. Tan extraños. Tan enigmáticos. Y, para mi desgracia, tan él.
Él.
Tengo miedo.
El viento helado que entra por la ventana golpea con rudeza mi piel. Me llevo las manos a la boca en un intento de silenciar el sonido de mis sollozos, aunque sé que es inútil. Él ha vuelto, él está aquí, él me escucha... él me siente.
—Sal, pequeña —su voz cantarina me hace estremecer de terror—. Ya es hora de la fiesta.
Cierro los ojos con fuerza, aferrándome al crucifijo que cuelga de mi cuello y a la vez repitiéndome que nada de lo que está sucediendo es real.
— ¡Te encontraré! —otra vez él. Su voz se escucha más cerca... y más enfadada —Nunca has sido buena jugando a las escondidas. Ni cuando estaba él ni ahora, ¿por qué no me ahorras el tiempo?
En mi escondite, veo como pasa frente a mí. Tarareando una canción de cuna. Su cuerpo está oculto bajo la imponencia de sus destrozadas alas negras. Se arrastra con dificultad, dejando un rastro de sangre oscura y algunas plumas rotas tras sí. Contengo la respiración incluso cuando él ya ha salido de la habitación. Las lágrimas queman cuando bajan tan precipitadamente por mis mejillas. Me abrazo a mí misma, sintiéndome indefensa y patética. Mis ojos vagan hasta la ventana que tengo enfrente y descubro, deleitada, que su diseño ha cambiado. Una red me separa del exterior. Parece una telaraña que se afirma con sutileza del marco. Me arrastro por el suelo, atraída por la red, por aquel hilo brillante y latente, deseosa de sentir el tacto contra mis pequeños dedos regordetes de niña. En lo alto, la luna emite una luz tan intensa que casi llega a cegarme.
—Te encontré. —la habitación queda minúscula ante su imponente figura. No tiene su cara amigable. Su cabeza, ladeada, deja ver su rostro derretido como si de una vela se tratase y sus ojos han sido sustituidos por cuencas ambarinas que parecen el pozo a un abismo de sufrimiento.
Elevo mi pequeña mano, enseñándole la palma.
—No puedes hacerme daño —susurro, con una convicción que aparece casi de repente—. No eres real.
Aunque no tiene boca, parece como si él estuviera sonriendo.
—Esto es solo un sueño.
Solo un sueño.
Un sueño.
Cuanto no daría para que ahora también esto fuera un sueño. Un sueño al que solo faltara levantar la mano a un cielo etéreo, hacia esa oscuridad que envuelve a mi otra mitad y lo acredita como suyo. Levantar mi mano y robarle lo inevitable al destino.
Pero no es un sueño.
Y eso es lo que más me duele.