Resonancia
—Fátima—
Desperté cuando el sol apenas comenzaba a anunciarse como una franja verdosa al este. Gianmarco dormía a mi lado y el televisor seguía encendido, aunque el volumen tan bajo quedaba eclipsado por el cantar de las primeras aves. La posición incómoda en que descansé al estar sentada en el sofá dejó mi cuello muy dolorido, pero no podía quejarme: Ahora tenía un hermoso recuerdo al que aferrarme cuando las cosas se pusieran feas. El recuerdo de mi último instante compartido con Gianmarco.
Apagué el televisor utilizando el control remoto y luego me volví hacia el muchacho para informarle que se estaba haciendo de día y debía regresar a casa de su tía. Me detuve con una mano a pocos centímetros de su hombro. Su rostro me obligó a estirar aquel momento lo máximo que pudiese, sólo por si jamás volvía a tener la oportunidad de maravillarme tanto con la sola presencia de alguien.
Contemplé su cabello negro despeinado, tan oscuro como la misma noche. Observe su piel trigueña, cuya única imperfección consistía en el lunar bajo el ojo y la sombra de una barba que debía rasurar pronto. Miré sus párpados, segura de que podía visualizar sin temor a equivocarme el tono exacto de gris que poseía y lo que me transmitían cuando me atravesaban como si pudiesen ver a través de todas mis acciones. Miré su nariz ligeramente respingada y sus labios carnosos, que en aquel momento estaban entreabiertos.
Mi corazón se retorció cruelmente y mi mano tembló en el aire, llevándome a flaquear en mi decisión por un instante.
Gianmarco es intención pura, creo que eso es lo que entendí mientras lo observaba dormir. Él simplemente no ocultaba las cosas que le pasaban ni lo que era, y por eso podía ver lo que todos los demás éramos. Era transparente como el agua, como un brillante lago recibiendo el sol de lleno. No había secretos en él, porque siempre hacía las cosas con sinceridad y con un solo sencillo motivo: Porque quería.
Estaba segura de aquel día lloraría como pocos, pero debía ser fuerte. Debía, sobre todo, ser valiente y atreverme a enfrentar todas esas partes de mí que seguían sin gustarme. Debía hacerlo en soledad, además, porque dejar ir a Gianmarco era difícil, pero perderlo sería insoportable.
Tomé aire.
Me armé de valor.
Me prometí que me daría tiempo para llorar después.
Y lo sacudí por el brazo.
—Gian —susurré. Él entreabrió los ojos y, aún adormilado, soltó una vaga sonrisa. —Ya es de día, te tenés que ir.
Él se estiro desperezándose largamente sin perder esa sonrisa somnolienta.
—Qué lindo eso —me dijo.
—¿Él qué?
—"Gian" —respondió simplemente.
Sentí mi estómago encogerse y tuve que recordarme una vez más que me daría tiempo para soltarlo todo una vez que él se hubiese ido.
—No te acostumbres —le recomendé débilmente.
A Gianmarco le causó gracia mi comentario. Se levantó y revolvió mi cabello cariñosamente, como siempre solía hacer. Sin duda había malinterpretado mi despedida y pensaba que acabábamos de dar un paso muy grande en nuestra precaria amistad. Quizá imaginaba que ahora seríamos mucho más cercanos y que yo me abriría a contarle cosas, cuando, en realidad, jamás volvería a verme.
Con un nudo tironeando mis cuerdas vocales, lo contemplé acomodarse las ropas y los cabellos, alistándose para salir a la calle.
Al menos se iría con un buen recuerdo mío. Se iría sabiendo que yo era capaz de apoyarme en el hombro de alguien para llorar, que es mucho más de lo que cualquier otra persona puede decir sobre mí.
Gianmarco me miró a los ojos, más despierto y más sonriente. Despegó los labios para despedirse, pues estaba listo para marcharse a su casa, pero yo hablé antes de él:
—¿Te preparo café? —Ni siquiera yo me esperaba eso.
Gianmarco se sorprendió gratamente y afirmó con la cabeza, animado.
Los primeros rayos de sol asomaban, ampliándose y reflejándose en cada superficie de cristal, cegándonos si intentábamos mirar hacia el balcón. La ciudad de Córdoba comenzaba a despertar, si es que dormía en algún momento.
Puse a preparar el café, pero estaba nerviosa: Se me caía la cuchara, se me resbalaba el filtro y se me desparramaban los granos molidos. Gianmarco me contemplaba en silencio, comenzando a comprender que algo no estaba marchando bien. Ya se los dije, él es transparente y puede atravesar cualquier muralla que otra persona intente poner.
Sabía que él estaba atento y que me había descubierto, así como sabía que esperaría a que yo me sentara antes de comenzar a hablar.
Le alcancé su taza procurando no hacer esa relación que mi cerebro se pugnaba por colarme cruelmente: Siempre era él quien me servía el café. La última vez en que hiciéramos aquello, sería yo quien pusiera su taza y la retirara una vez vacía. Me tembló el pulso y casi derramé todo, pero Gianmarco me sujetó la mano por debajo, ayudándome a mantener todo derecho.
Sus ojos grises estaban clavados en mí con una creciente preocupación. Un pequeño pliegue había aparecido entre sus cejas mientras me observaba desmoronarme desde adentro, sabiendo que poco tenía que ver con lo que habíamos presenciado la noche anterior.