LA ESQUINA
—Fátima—
La esquina
—Fátima—
Nunca había descendido los nueve pisos a pie. Nunca tuve que actuar tan rápido como para que el ascensor no me pareciese suficiente. Nunca estuve tan en conflicto conmigo misma como cuando me lanzaba escaleras abajo, diciéndome que mi karma no podía haber afectado a Gianmarco porque yo no lo quería. Y me decía que no me mintiera. Me decía que el karma no existía, al igual que Dios. Me tragaba mi propio corazón y, al mismo tiempo, le pedía a Dios que no lo castigara por mis crímenes.
Nunca había corrido tanto por salvar a alguien que no fuese yo misma, en vista de que no sabía que mi tío había estado corriendo peligro. Rogué que fuese acto de redención suficiente, pese a estar haciéndolo con motivos totalmente egoístas.
Le advertí a mi destino que si algo sucedía con Gianmarco destrozaría toda la ciudad en un arrebato de furia.
También juré que nunca más desencadenaría el mal en aquella tierra ni produciría dolor en los corazones ajenos, que me recluiría como el monstruo que era, si tan sólo me daban una segunda oportunidad.
A todos. A mi karma, al destino, a Dios, a quien sea que mueva los hilos: Tan sólo una segunda oportunidad. La última.
Me encontré saliendo a las calles, trastabillando y jadeando por esos nueve pisos que parecían haber transcurrido en una eternidad que me había hecho su presa. Me volví hacia la cafetería de la Susi y tuve que tragarme el corazón una segunda vez cuando me encontré con el desastre que, sentía, estaba aguardando por mí.
Dos días después sabría que dos chicos demasiado drogados habían robado en una estación de servicio y condujeron por la avenida Illia a una velocidad de vértigo, alertando a la policía. Perdieron el control de su vehículo en aquella esquina y se estrellaron con uno de los postes. Los policías llegaron y los chicos estaban armados, por lo que se desató una batalla campal allí mismo, pues mi cuadra era muy transitada.
En aquel momento todo lo que podía ver era las luces de los vehículos policiales, la gente corriendo y gritando, y los trozos de carrocería esparcidos por el suelo. Había muchas personas colocándose en un círculo abierto para poder observar y, mientras corría hacia ellos, los maldije por el poco instinto de supervivencia que tenían. ¿Cómo se quedaban allí? ¿Cómo no se ponían a salvo? Si Gianmarco estaba entre los curiosos arriesgándose estúpidamente lo mataría. Si algo le había pasado, lo mataría dos veces.
A codazos e invadida por la adrenalina que funcionaba como un impulso casi suicida, me abrí paso. No me interesaba ver el desastre, no era el morbo lo que me movía: Mis ojos se clavaban en todas direcciones, buscando algún rastro de Gianmarco. Me preguntaba cómo había sido capaz de dejarlo solo allí conociendo los peligros que acechaban a los descuidados.
Intentaba llegar a algún lado, intentaba dar con el sentido de aquella búsqueda frenética, cuando un estallido me llevó a cubrirme la cabeza, pues los disparos se estaban reanudando.
¿Alguna vez vieron una estampida de animales producirse? Ellos ni siquiera son racionales, el instinto les dice hacia dónde huir, pero no les señala nada más. No les importa si uno cae y es atropellado hasta la muerte por todos sus pares, no les importa si deben derribar árboles o montañas en su carrera por ponerse a la cabeza de una marcha que escapa de la muerte.
Es igual con las personas.
Cuando ese estallido sonó, todos parecieron organizarse por medio de una telequinesis que no es más que el instinto de supervivencia dictándoles que busquen refugio y que, pase lo que pase, no mueran. Comenzaron a correr y sus gritos se convirtieron en una escala de graves y agudos entremezclándose en un pedido de ayuda a los cielos, pues no había nada más que pudiese ayudarlos si una bala los elegía como objetivo.
Quedé en medio de aquella estampida, pero me esforcé por correr en dirección contraria. Ese ruido no había disparado mi instinto de supervivencia, sino que sacudió mis neuronas que, pronto, gritaban una sola palabra y me aturdían. Así que la repliqué haciendo uso de todo el potencial de mis cuerdas vocales y mis pulmones:
—¡GIANMARCO! —Pese a mi tamaño, logré quedarme de pie sin caer ante los empujones de esos que debían pasar por encima de mí para encontrar su refugio. Tomé aire en el reducido espacio que la multitud me dejaba y seguí gritando: —¡GIANMARCOOO!
Usé mis codos deseando que fuesen herramienta suficiente para lograr mi cometido, pues era todo con lo que contaba.
Un hombre de tamaño considerable me apartó para poder llevarse a su hijo de allí. Me pregunté quién demonios se queda viendo una catástrofe a punto de ocurrir poniendo en peligro a su hijo. Ese pensamiento duró tan sólo un instante, pues había perdido el equilibrio y el siguiente impacto me lanzó de lado contra el suelo con la violencia de un vehículo al impactar.
Todo mi cuerpo rebotó contra la acera y mi cabeza dio en el cordón, doblando mi cuello.
Tres años atrás vi un documental sobre muertes sumamente absurdas. Aquella que se producía cuando una persona simplemente caía en un mal ángulo me produjo un trauma y uno de mis mayores temores fue encontrar mi final de aquella forma: Simplemente cayendo de un modo desafortunado.