Varios días antes
—Nada, no hay manera —sentenció uno de los tres miembros del equipo arqueológico de la estación Nahmer, estacionado alrededor de un inmenso zigurat de trece niveles, parcialmente oculto en una selva bastante siniestra que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista—. La radio está muerta.
—Este calor es infernal —masculló contrariado un segundo miembro del equipo—. ¿De verdad esperan que trabajemos con cincuenta grados y casi un cien por cien de humedad?
—Venga, Travers, no es tan malo... —comentó divertida la única mujer joven del equipo, con el nombre Merah grabado en la solapa de su mono de trabajo—. Así le darías algo de color a esa cara tuya —añadió con cierta picardía.
—Sí, tío, si es que pareces un zombi de esas películas tan malas que ves —añadió con sorna el segundo miembro del equipo.
—Reíros cuanto queráis —replicó el hombre referido como Travers mirando a la joven con expresión adusta—, pero las películas de Iskana son un clásico.
—Sí, de la primera era espacial... —replicó el arqueólogo de antes riéndose entre dientes—. Solo tú verías películas tan malas de hace miles de años.
—Cierra el pico, Heller —gruñó Travers.
—Por cierto, ¿alguien ha visto a Ghadel y Rethkana? —preguntó Merah intrigada—. No los veo desde hace dos días.
—Yo no, aunque creo que cerrarán la estación pronto —contestó Travers—. Los departamentos Tanathos y Rivera están con menos de la mitad del personal.
—No me gusta... —murmuró Merah observando el paisaje visible desde lo alto del zigurat.
Ya casi había anochecido y las estrellas del sistema binario eran visibles por encima de las montañas. Su luz, al caer sobre las hojas de la tupida selva que rodeaba el zigurat, provocaba que todo a su alrededor brillase con un tenue y siniestro color escarlata. A Merah le daba escalofríos.
—Estás paranoica —replicó Travers intentando quitarle importancia a las palabras de su compañera—. Estaremos en el sobaco de la galaxia, pero la paga es de lujo. Ganamos en un año lo que tendríamos en siete trabajando para el gobierno o el sector privado. No hay ninguna loca y siniestra conspiración de las tuyas.
Merah iba a contestar cuando, de repente, le dio la impresión de que el cielo parecía combarse como si alguien estuviese estirando una sección hacia atrás.
—Heller, déjame tus prismáticos —le pidió a su compañero.
—¿Qué pasa? —preguntó Heller extrañado.
—No estoy segura... —murmuró Merah.
En cuestión de segundos, la perturbación en el cielo aumentó su tamaño, adoptando el aspecto de un remolino.
—¿Pero qué...? —masculló Heller estupefacto.
—Es muy grande para ser... —murmuró Merah.
Antes de poder terminar la frase, varias cosas sucedieron casi al mismo tiempo. Primero, un intenso pulso electromagnético emergió a través del agujero, haciendo huir despavoridas múltiples bandadas de pájaros ocultas en las copas de los árboles y friendo cualquier circuito electrónico en el planeta. Justo después, un rayo de energía de gran tamaño surgió del vórtice en el espacio y cayó sobre el planeta a más de la mitad de la velocidad de la luz. Heller y Travers echaron a correr por las escaleras del zigurat en un inútil esfuerzo por ponerse a cubierto. Solo Merah permaneció en la cima, observando fascinada y aterrada cómo la misma furia del fin de los días parecía caer sobre ella...
Justo antes de que la energía entrase en la atmósfera, las escrituras grabadas en las paredes del zigurat se activaron, y desde la estructura se alzaron cuatro columnas de varios cientos de metros de alto cubiertas de los mismos grabados que las paredes exteriores. En cuanto se activaron, la energía se detuvo en seco, a apenas unos cientos de metros de la superficie del planeta, para luego salir reflejada por alguna clase de escudo generado por el zigurat alienígena.
—¿Lo está haciendo el templo? —murmuró Travers acercándose junto a Heller a las columnas que habían brotado del suelo.
En cuanto ambos hombres tocaron las columnas, su destino quedó sellado.
Una corriente de luz y energía tan o incluso más luminosa que un quásar emanó de las columnas alzándose hacia el cielo con rapidez, destruyó el escudo al tiempo que impactaba contra la energía emergida del agujero de gusano, haciéndola retroceder hacia su punto de origen.
Merah consiguió apartarse y cerrar los ojos justo a tiempo, tumbándose lo más pegada posible al suelo. La energía de las columnas emitía una gran cantidad de luz y calor. Era como observar el sol muy de cerca sin protección. Escuchó impotente los gritos de agonía de sus compañeros al ser incinerados por la emanación energética surgida del zigurat. Tras lo que a Merah se le antojó una eternidad, el vórtice en el espacio se cerró. De forma inmediata, el zigurat dejó de emitir energía y la luz de los grabados se apagó.
Temerosa por lo que pudiese pasar, Merah apartó lentamente sus manos de la cara, abriendo los ojos sin mucha prisa.
No ocurrió nada. Salvo las oscuras marcas que representaban los pies de Travers y Heller, todo seguía igual. Como si nada hubiese pasado. Como si el planeta entero no hubiese estado a punto de explotar.
—¿Qué diablos? —balbuceó Merah aún asustada por lo ocurrido—. ¿Qué diablos?
De pie en el techo del zigurat, Merah no pudo evitar pensar en su hermana mayor, Tara. La favorita de sus padres. ¿Cuánto tiempo hacía desde su último encuentro? Cuatro años o cinco años por lo menos.
Exhaló un ligero suspiro, secándose el sudor de la frente con una manga de su camisa. La echaba mucho de menos. Más de lo que jamás admitiría en público.
¿Por qué habían discutido?
Lo recordaba bien. Merah no había podido evitar reprocharle a su hermana de forma acalorada que estaba desperdiciando su vida en los marines en vez de estudiar y hacer algo de «auténtico provecho». La discusión no había terminado de forma agradable. Al echar la vista atrás no podía evitar pensar que su comportamiento fue inoportuno cuanto menos. Toda la familia Iseki se había reunido para celebrar las fiestas de Navidad e intentar animar a Tara después de que su compañía fuese aniquilada casi por completo. Viéndolo en perspectiva, no había sido el mejor momento para dar rienda suelta a sus reproches. En absoluto.