Mauro se acercó a Santiago, quien estaba recostado contra la pared del colegio, con una sonrisa despreocupada en el rostro. Mauro lo miró con una mezcla de irritación y determinación.
—Santiago, tenemos que hablar —dijo Mauro, cruzándose de brazos y con un tono que dejaba claro que no aceptaba un “no” por respuesta.
Santiago alzó la vista, con una sonrisa burlona en los labios.
—Vaya, pero si es el caballero defensor de doncellas en apuros —dijo, con sarcasmo—. ¿Qué te trae por aquí, Mauro?
Mauro apretó los puños, luchando por mantener la calma.
—Hablemos —repitió Mauro.
Santiago levantó una ceja, y fingiendo sorpresa, añadió:
—¿En serio? ¿Sobre qué? ¿Sobre el clima? ¿O tal vez sobre cómo te pones nervioso cada vez que me acerco a Ainara?
Mauro apretó los dientes, se esforzaba en mantener la calma y no agarrarlo a golpes como se lo imaginaba en su mente.
—Quiero que la dejes en paz. Ella no necesita tus… atenciones.
Santiago soltó una carcajada.
—¿Mis atenciones? Vaya, Mauro, no sabía que te preocupabas tanto por ella. ¿O es que hay algo más detrás de tu noble caballerosidad?
Mauro lo miró con frialdad.
—Solo quiero que la dejes tranquila. No es tan difícil de entender, ¿verdad? Ella no quiere estar contigo, así que respétala y deja de molestarla.
Santiago se inclinó hacia adelante, su sonrisa se volvió más astuta.
—Dime una cosa, Mauro. ¿Es que estás enamorado de tu hermanastra? Porque, sinceramente, tu preocupación parece un poco… excesiva. Vamos, dime, ¿por qué te importa tanto, eh? —preguntó con ironía.
Mauro sintió un nudo en la garganta. Sus ojos se encontraron con los de Santiago, pero no dijo nada. Su mirada se endureció, pero sus labios permanecieron sellados e incapaz de encontrar las palabras adecuadas. El silencio cayó entre ellos como una losa.
Santiago soltó una carcajada, disfrutando del momento. Observo cada pequeño gesto, cada microexpresión en el rostro de Mauro.
—Vaya, vaya… —murmuró Santiago, con una chispa de diversión en sus ojos. —Así que es eso. Qué interesante.
Mauro no respondió, su silencio era más elocuente que cualquier palabra. Santiago sonrió de nuevo, esta vez con una mezcla de burla y desafío.
—Interesante. Tu silencio lo dice todo. —Santiago dio un paso más cerca—. Tal vez Ainara debería saberlo. ¿Qué crees que pensaría?
Mauro no se movió, manteniendo su mirada fija en la de Santiago.
—Digo que la dejes en paz —repitió Mauro, con una voz baja pero firme—. O te las verás conmigo.
Santiago se encogió de hombros, divertido.
—Tranquilo, caballero. Me doy cuenta de que me he metido en un terreno resbaladizo. —hizo una pausa, esbozando una sonrisa maliciosa—. Pero no prometo nada. Esto se pone cada vez mejor —dijo Santiago, alejándose con una última mirada hacia Mauro—. Nos vemos, campeón.
Mientras Santiago se alejaba, Mauro sintió una mezcla de frustración y alivio. Sabía que su silencio había dicho más de lo que quería admitir, y que Santiago no se detendría tan fácilmente. Sabía que esto no terminaba aquí, pero al menos había dejado clara su posición.
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Santiago, en vez de alejarse de Ainara, se sintió más motivado a seguir insistiendo, así que aprovechó un descanso que tenían entre clases para hacer su siguiente movimiento, sabía en donde la encontraría.
Ainara estaba en el patio trasero del colegio, disfrutando de un momento de tranquilidad antes de la siguiente clase. El sol brillaba suavemente, y el sonido de las hojas moviéndose con el viento era relajante. De repente, sintió una sombra sobre ella y levantó la vista para ver a Santiago, con esa sonrisa que la inquietaba profundamente.
—Hola Ainara, tenemos que hablar —dijo él, con su tono de voz suave pero con una clara intención subyacente.
—Hola, ¿Qué quieres, Santiago? —preguntó, tratando de mantener la distancia y su voz, mostrando la incomodidad que sentía.
Santiago se sentó junto a ella, demasiado cerca para su gusto, su mirada intensa y controladora.
—He estado pensando mucho en ti últimamente —comenzó Santiago, con una falsa amabilidad—. En nosotros… ¡Te amo, Ainara! Sé que ahora somos adolescentes y no puedo hacer mucho al respecto, porque nuestras manos están atadas, pero eso no significa que no lo haré en el futuro.
Ainara sintió un escalofrío recorrer su espalda. La intensidad de las palabras de Santiago la asustaba de alguna manera.
—Santiago, no puedes decir esas cosas —respondió, tratando de mantener la calma—. No es justo para ninguno de los dos.
—Ainara —comenzó, su voz teñida de una extraña mezcla de dulzura y amenaza encubierta—. Pero te prometo que en unos años haré lo que sea necesario para que seas mi esposa.
Ainara lo miro sorprendida y más incómoda de lo que ya estaba a la vez que no sabía cómo responder, así que optó por el silencio,
—Santiago, yo… —intentó decir luego de unos segundos, pero él la interrumpió.
Santiago frunció el ceño, su expresión se volvió más oscura.
—He notado que tú y Mauro pasan mucho tiempo juntos —dijo, con una sonrisa irónica—. ¿Acaso están… más cerca de lo que deberían estar unos hermanastros?
Santiago hizo una mueca de desagrado mientras hablaba, como si la idea misma le repugnara. Ainara sintió que su corazón se aceleraba. Las palabras de Santiago la golpearon como un puñetazo.
—No sabes de lo que estás hablando —dijo, su voz temblando ligeramente—. No tienes derecho a juzgarnos.
Santiago sonrió, pero no era una sonrisa cálida. Era una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—Sé lo que pasa entre tú y Mauro, no lo niegues, porque he notado como lo miras. ¿Crees que no me doy cuenta? —dijo, su voz llena de repugnancia.
Ainara sintió que su corazón se aceleraba. ¿Cómo podía saberlo?
—No sé de qué hablas —dijo ella nerviosa.
—Así que no pienses que no me doy cuenta de lo que pasa entre tú y tu hermanastro —dijo, su tono adquiriendo una sutil ironía—. Ainara, eso es asqueroso. Son hermanastros, la gente siempre los mirará mal, ¿no se dan cuenta de eso?
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Editado: 22.10.2024