REESCRITO
Con el tiempo, he aprendido que la oscuridad no nos deja tan fácil como esperamos.
Es como caer en un pozo sin fondo, sin ninguna salida aparente y con los segundos contados. Mi abuela siempre decía que el miedo puede llevar a los hombres a cualquier extremo; y entre todas las cosas que eliges en la vida, no puedes escoger tus pesadillas.
Ellas te seleccionan a tí.
Y de nada sirve esconderte, porque siempre buscarán la manera de encontrarte. Estarán ahí cada maldita noche, esperando el momento más inoportuno para aparecer.
Eso me lleva a una pregunta; ¿Alguna vez han tenido un sueño tan horrible del que quieren despertar?
Los míos empezaron hace cuatro meses, uno trás otro y sin remordimiento ni piedad aparente. Aunque sin duda, el peor fue el de hace dos días: Mis padres y Sara estaban tendidos en el suelo, rodeados de un pegajoso líquido escarlata y... Muertos.
Ésta vez me veía a mí. Estaba tratando huir de algo o alguien. Corría con prisa por todo mi departamento, con los nervios tan fuertes y la adrenalina recorriendome todo el cuerpo. La desesperación se alojó en mi garganta y tenía un nudo que me apretujaba el estómago.
Debo huir.
Visualicé las escaleras a un par de metros y, como si la vida se me fuera en ello -lo cuál al parecer así era-, las comencé a subir de dos en dos, tropezando en la última. Una capa de sudor frío se había instalado en mi frente y sentía que me derrumbaría en cualquier momento.
Justo antes de que pudiera levantarme, unas manos grandes, gruesas y callosas me sujetaron con fuerza para obligarme a mirarlo. Pero sencillamente era imposible, ya que entre ambos había una especie de neblina que lo impedía. Aunque por su fuerza deduje que se trataba de un hombre.
Decía algo, lo noté por el movimiento que surgió de sus labios. Mi corazón latía desbocado contra mi pecho y cuando apretó el arma que sujetaba contra mí, cerré los ojos.
Ya sabía lo que pasaría.
Disparó.
Desperté gritando.
La garganta me escocia mientras me levantaba del revoltijo de sábanas en el que me dormía cada noche. Me moví inquieta sobre ellas, buscando algo a lo que aferrarme. Mis dedos hicieron contacto con la lámpara junto a la cama y ésto la encendió de golpe.
La habitación se iluminó instantáneamente y me deje caer sobre la almohada, ahogando un suspiro.
Sólo fue otra pesadilla.
Mi mirada se posó en el techo blanco y simple, cómo si éste tuviera todas las respuestas a mis preguntas. Los segundos, minutos e incluso un par de horas fueron pasando hasta que el despertador sobre mi mesa de noche sonó estruendosamente. Pensé seriamente en quedarme en casa y reportarme como enferma, pero estoy segura que Lory me mataría por dejarla sola.
Me senté en el colchón de la cama, froté distraídamente mis ojos y me dirigí al baño, necesitaba lavarme la cara urgentemente. Limpié mi rostro con el agua fría del fregadero y miré mi expresión por el cristal del espejo.
Estaba demasiado pálida, casi demacrada. Bajo mis párpados se formaron leves medialunas púrpuras que no dudé en tapar con un poco de corrector. Mi uniforme descansaba sobre el tocador, derrochando aburrimiento como siempre. Me lo puse y solté el dobladillo de mi falda, que ya me quedaba un poco más de seis dedos arriba de la rodilla.
De hecho no sé cómo las prefectas no me han llamado la atención. Ellas quieren que seamos igual que la vírgen María.
Acomodé mi mascada en un moño casi perfecto y até mi cabello en una coleta alta. Decidí no maquillarme y me colgué la mochila al hombro, tomé las llaves del departamento y cerré la puerta detrás de mí.
Una ventaja de mi nuevo hogar es que el metro quedaba a poco menos de diez minutos caminando, así que emprendí la marcha y para acompañarme me coloqué los audífonos. Ni siquiera noté el segundo en el que ya estaba parada frente a la estación.
Para mi suerte, logré encontrar un asiento libre antes que la aglomeración de gente de la siguiente parada entrara. Cuando levanté la cara y lo ví, en los auriculares sonaba la canción dance monkey.
No sabía cuando había entrado exactamente al transporte, pero de pie y contra las puertas, estaba un chico. Su cabello azabache le caía en rizos medio formados sobre sus azulados ojos, su cuerpo era delgado y era cubierto por una fina camisa oscura y tenía unos labios algo gruesos y sonrojados que se encontraban en un gesto despreocupado.
Sin mentir, estaba para darle y no consejos.
Me hubiera tomado el tiempo de admirarlo si no hubiera visto lo que hizo. Porque el rebelde maleducado le puso el pie a un adulto y logró derribarlo.
¡Hizo que un señor de unos treinta y pico se tropezara y cayera de boca contra el suelo!
Supuse que por incidente presenciaría una estampida de golpes, pero pensé mal. El tipo sólo se levantó del suelo, avergonzado, y se sujetó de una barra metálica. Miré con la boca abierta al chico y él pareció sentirlo. Posó sus ojos unos instantes en mí y entreabrió los labios, formando una pequeña “o”.
El metro se detuvo, indicando que había llegado a mi destino. Bajé del transporte mientras trataba de entender la situación, y cuando estuve con los pies sobre el pasto seco, lo busqué con la mirada.
Aunque fue imposible encontrarlo, se perdió entre la multitud.
Cerré los ojos y negué, diciéndome que era mi imaginación.
Una gran edificación se alzaba ante mí, con las paredes rojizas y el techo plano. Contaba con dos pisos y tenía grandes ventanales en cada salón. Fuera de ella, en el jardín, habían varios estudiantes: algunos charlando, otros riendo con sus amigos y los que sobraban sentados en en césped, leyendo o estudiando.
—¡Hannah!
Dí un pequeño brinco al escuchar la voz chillona de mi amiga llamándome. Bajaba las escaleras, con el cabello rubio en una trenza despeinada y con los ojos avellanas brillandole de emoción.