Las olas rompían solemnes sobre los tablones de madera del puerto, una brisa marina azotaba las grandes velas de los buques, las gaviotas graznaban a la vez que volaban en círculos sobre la costa y un intenso olor a marisco se colaba por entre mis fosas nasales, se trataba de un paisaje tosco y farragoso, que a la vez me atraía enigmáticamente. Era 1 de Enero de 1775, yo era un empedernido muchacho que soñaba ya desde muy niño con correr aventuras por ese inmenso mundo azul, que la gente conoce comúnmente como océano, por fin mi sueño se haría realidad, pues estaba a punto de embarcar como grumete en el buque mercante Almantot el más veloz del mar español.
-¡tripulantes a bordo! - oí gritar.
Apresuradamente me dirigí al muelle de embarque, una vez subí al barco me quedé intimidado. Los marineros se paseaban de un lado a otro realizando tareas de todo tipo, el jaleo no escaseaba y el olor a pescado tampoco. No di ni dos pasos cuando me dieron un cubo y una fregona, luego me indicaron que fregara la cubierta. Como grumete mi papel en el buque se reducía a pelar patatas y limpiar el barco, aun así no me importaba, pues a cambio de ese trabajo podría conocer el mar en todo su esplendor. Y ahí estaba yo, fregando la cubierta cuando se hizo el silencio. Además de aceite de oliva, este barco transportaba pasajeros de la alta sociedad a la India, pues era allí hacía donde nos dirigíamos y esta vez los pasajeros serían una familia de aristócratas. La conformaba el señor y la señora de la casa Cruz-Stuart y sus dos hijos, un chaval de doce años un tanto inquieto y una hermosa dama llamada Gloria de unos diecinueve años. Era tal su belleza que todos los marineros se quedaron mudos de asombro y por un momento el vulgar jaleo fue sustituido, tan solo por el hermoso ruido que las olas hacían al romper sobre el casco del barco.
Su procedencia era sevillana, pero a su vez tenía raíces puertorriqueñas, por lo que el rostro de la muchacha era singular. Su tez era blanca como la leche y su pelo oscuro como el carbón, llevaba sus largos tirabuzones negros recogidos bajo un gorro azul, que no impedía que alguno de ellos se escapara y bailara al son del viento sobre su delicado rostro, sus ojos también de un color muy oscuro, casi tan negros como la pupila, tenían forma almendrada y sus labios finos y rosados se curvaban en una placida sonrisa.
Entonces, su sombrero salió volando a causa del viento, dejando libre ese cabello azabache que desprendía olor a jazmín, el sombrero fue a parar a mis pies y sin pensármelo dos veces lo recogí, lo sacudí, y me acerque a ella, luego le ofrecí el sombreo, que ella tomó con una cortes sonrisa. Nuestros dedos se rozaron apenas un segundo, desde entonces supe que aquella elegante dama me había robado el corazón por y para siempre.
Las semanas pasaron monótonas en el barco, todavía no había pasado nada interesante, aún así, mi sed de aventura había sido sustituida por la necesidad de ver a Gloria, me quedaba observándola mientras fregaba la cubierta, ella al salir del camarote se asomaba por la borda en busca de delfines, el viento le azotaba el rostro y le revolvía el moreno cabello, haciéndola aún más hermosa si se podía. En todo ese tiempo tan solo hablé con ella en una ocasión.
Estaba pelando patatas, cuando Gloria apareció en la cocina, buscaba algo de comer, aunque la comida estaba racionada y no me estaba permitido dar alimento a nadie, a ella le ofrecí una manzana, que aceptó con una sonrisa. Para mi sorpresa cogió un taburete de madera y se sentó en frente mía, comenzamos a conversar. Entusiasmado le hablé sobre mi afán por el mar y la aventura, ella escuchó sonriente mis palabras, luego me contó entristecida que se dirigían a la India porque estaba prometida con un poderoso Marahá hindú, al que no había visto en la vida, aún así su determinación era admirable y estaba completamente dispuesta a casarse por su familia.
No volví a tener contacto directo con ella, pues pocas veces la dejaban salir sola del camarote, pero cada vez que me veía me dedicaba una de sus hermosas sonrisas.
Fue durante la tortuosa tormenta de la noche del 10 de febrero donde la frustrante monotonía del día a día vio su fin, un rayo se precipitó directo en la bodega del navío, haciendo que todo el cargamento de aceite que trasportábamos se incendiaria rápidamente, en pocos segundos todo el barco estalló en llamas.
Los recuerdos de esa funesta noche se pasean por mi memoria angustiosamente, recuerdo el calor sofocante que producían las llamas, recuerdo los alaridos y gritos de los marineros, recuerdo como se arrojaban a las enfurecidas aguas para huir del ardiente fuego y recuerdo a Gloria , imponente y bella entre las llamas luchando por salvar la vida de su hermano.
Gloria se dirigió hacía uno de los botes, el único que aún estaba intacto, consiguió llegar y subir al muchacho, pero alguien tenía que bajarlo del barco, así que entre las llamas y el humo conseguí llegar hasta ellos, la hice subir y luego bajé el bote sujetando las cuerdas que lo mantenían suspendido, una vez en el mar se fue alejando del ardiente barco, mientras Gloria me observaba desde la lejanía abrumada y agradecida.
Cuando el bote se encontraba lo suficientemente lejos para que el fuego no les alcanzara, una gran explosión en todo el barco me arrojó al mar, después solo hubo silencio y oscuridad.
Cuando desperté me encontraba flotando sobre un tablón de madera, en alta mar, no había rastro del navío ni de sus tripulantes, estaba mal herido y sediento, con suerte me devorarían los tiburones antes de morir de deshidratación, pues a mi entender se trataba de una muerte horrible, que podría extenderse por más de tres día. No sé cuantas horas pasé allí flotando sin ningún rumbo, el sol me quemaba la piel y el agua salada me escocía en las heridas producidas en el incendio, volví a perder el sentido, me sumí en un mar de oscuridad, del que esperaba no volver a despertar, pues al menos el dolor desaparecía, mi único pensamiento era para Gloria, pues esperaba con toda mi alma que hubiera sobrevivido.
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Editado: 26.03.2020