Escribo y me evado. Me evado e intento pensar en que todo puede salir mejor. Mi mente está abarrotada de palabras que necesitan encontrarse con otras para tener la coherencia que mi vida no tiene.
Me llevo el bolígrafo a la boca y lo muerdo débilmente con algo de rabia, pero me contengo. Necesito esa inspiración que no llega. Lo odio.
El café se está quedando frío y me da igual. Lo que me importa es que no consigo encontrarme a mí misma ni a lo que quiero reflejar en el papel que siento que me observa retándome.
La cafetería no está muy llena por lo que es un punto positivo. En mi casa no me concentro, ni en la biblioteca donde te aseguran un silencio que al fin y al cabo, no existe. Como soy una apasionada al café, decidí experimentar cómo sería escribir en un lugar donde ese olor se respira en el ambiente y en el paladar.
Y resultó. De hecho, observar a las personas que entraban por la puerta creaba en mí la mejor inspiración que nunca había experimentado.
Mi historia no trataba sobre amor, porque no sabía cómo representarlo. Nunca había conseguido sentirlo por lo que no podía, no debía, escribir sobre ello. Lo único que si podría hacer era especular sobre su significado pero aún así no llegaría a nada.
Había tenido una relación reciente que me había destrozado más que reconfortado y creo que ese fue el foco de mi rabia hacia todo lo relacionado con amar a un hombre.
Pensaba una y mil veces que si lo que viví era amor, no quería volver a sentirlo.
No fue una relación duradera, es más, no sé exactamente cuánto duró pero fue suficiente como para saber que me mantendría alejada de las relaciones durante mucho tiempo.
Le quise de una forma que no estaba segura de si era así como se debería hacer. Creí que era demasiado doloroso. Me gustaba físicamente y podría decir que también su personalidad, pero no estaba segura. Era un chico demasiado cariñoso y no sólo conmigo, sino con cualquier chica que se cruzase con él. Intentaba ponerme celosa y actuaba como un crío. Pero irremediablemente, yo me mantenía en una cuerda floja que estaba a punto de romperse.
Llegó un momento en la relación que supuse que no me quería y fue ahí cuando él decidió terminar. Lo hizo de la forma más cruel en la que se puede dejar a alguien. De la manera más asquerosa que se puede tratar a una persona.
Me ignoró.
De un día para otro, actuaba como si no me conociera. Como si nunca hubiera estado conmigo. Me acabó volviendo loca su actitud y descargué toda la rabia e impotencia en los libros que posteriormente escribí.
Fue un cobarde. Un asqueroso cobarde que no tuvo la valentía de decirme a la cara que ya había terminado todo. Que no quería estar conmigo. Pero no, tuvo que actuar como un niñato y provocarme durante muchos años utilizando a otras chicas.
Fui una más, pero ellas también acabarían siéndolo y para mi sorpresa, sentía lástima por ellas. Él era un niñato que le gustaba utilizar a las mujeres y sentirse superior a ellas.
Espero que algún día una mujer le dé de su propia medicina.
Por ello, nunca hablaba sobre el amor porque no sabía qué era. Me negaba a pensar que era lo que había vivido.
Bueno, debería dejar de pensarlo.
Me gustaba comenzar con un solo personaje. Moldearlo a mi manera y crear tanto física como psicológicamente un perfil que rozase la realidad. Enamorarle de todo lo que le rodeaba, que fuera como a mí me gustaría ser y que pudiera estar en todos los lugares del mundo a los que yo deseaba ir.
Tengo la teoría de que nací con la afición por la escritura. Que no me hice aficionada porque mis padres fueran escritores o vivieran rodeados de libros, si no todo lo contrario. Ellos no leían ni tomaban café.
Tenía tan solo cinco años cuando paseando con mi madre, corrí hacía un escaparate de una cafetería. Posé mis manos pequeñas en él y me acerqué tanto que empañé el cristal con el aire de mi nariz.
Recuerdo que al cabo de unos segundos, la puerta de la cafetería se abrió y una mujer de la edad de mi madre nos saludó.
- Buenas tardes. He visto que su hija está interesada en ese libro tan colorido, ¿verdad?
Era una mujer guapísima. Recuerdo perfectamente sus ojos claros y su boca fina que dibujaba a la perfección una gran sonrisa.
- Si, le gusta mucho los libros. Pero...
- ¿Queréis pasar? Su hija podrá quedarse en la zona de los libros y usted puede tomar un café o ver una película.
Miré a mi madre y estaba incómoda. Me miraba y luego se llevaba las manos al vientre. Era su manera de decir que se sentía abochornada por la situación.
- Pero es que...
- No se preocupe por eso -dijo tendiéndome la mano y guiñando el ojo a mi madre- pueden quedarse el tiempo que deseen.
Creo que ese momento fue el que escogió mi destino para que mi mente comenzara a volar y cuando quise agradecérselo a aquella mujer, la luz de la vida se había apagado para ella.
Hasta que no cumplí la mayoría de edad la situación en mi casa, económicamente, no mejoró. Mi padre comenzó a trabajar en la construcción y mi madre estaba en paro por lo que se ocupaba de la casa. Al menos, ahora, si podíamos vivir dignamente y también comprar algunos libros que sólo leía yo.