El viernes siguiente, a Nicolás le ardía la mejilla derecha. La vergüenza lo había llevado, embotado, de regreso hacia la cabina donde ponía la música, encima de la pista de baile.
Sus manos guiaban por sí solas los controles en la consola, casi en automático.
Entonces, alguien dejó a su lado una botella de soda bien fría y un vaso con una rodaja de limón. Era Jonathan, uno de los bartenders.
—Qué guantazo, ¿eh? —comentó el joven con la bandeja, mientras le servía el agua en el vaso—. Mireya ha sido muy dura, amigo. Y yo que pensé que esta vez sí iban a volver ustedes dos.
Nicolás balbuceó algo en respuesta, como para simular que la conversación estaba en marcha y que su compañero no insistiera. Pero sí que le dolía el rostro. La bofetada que su ex le había dado en el camino hacia los baños del club había sido fuerte. Tanto, que la cantidad de presencias luminosas estaban invadiendo el lugar y él seguía con la cabeza en otra parte.
—Es mejor que todo quede así, tienes razón —continuó Johnny, dando vueltas por la cabina con incomodidad—. Nico, en realidad yo venía a... Tengo que pedirte un favor...
El dj despertó de su tragedia amorosa con solo oírlo. La forma en que su amigo evitaba mirarlo, el hecho de que aprovechara su distracción en pleno horario laboral para acercarse, todo indicaba por dónde iban los tiros.
—No soy médium, Jonathan —aclaró, en voz bien alta—. No pienso meterme de nuevo en uno de tus negocios raros. Si necesitas esos servicios, mejor ve con mi padre o mis hermanos. Ellos te darán un descuento y lo harán bien, con todos los recaudos.
—Nico, esto es diferente, por fav...
—Basta. No voy a caer de nuevo —dijo, cerrando el tema, mientras aprovechaba el in crescendo del ritmo para aumentar poco a poco el volumen y eliminar a todos los fantasmas del club.
El barman contestó algo que él no escuchó, le palmeó el hombro y lo dejó a solas de nuevo, como él quería. Al menos, en ese instante. El vacío de esa cabina era el de su alma, sin rumbo ni planes reales. Solo era un niño jugando a esconderse tras una cortina de sonidos. ¿Cuánto duraría en ese juego? ¿Viviría así para siempre? ¿Y si aquel truco dejaba de funcionar?
En eso estaba, cuando en el reloj dieron las dos de la mañana. Giró la perilla al máximo, poniendo los tímpanos de los presentes a prueba, y suspiró aliviado. La oscuridad era sinónimo de tranquilidad. Las luces tenues de colores que pasaban por la pista eran un descanso para sus ojos sensibles.
Segundos después, el regreso de la muchacha brillando de blanco, en frente a la cabina, hizo que su corazón diese un vuelco. No había remedio. El refugio estaba agrietándose.