Aurora lunar: La frecuencia de la curiosidad

Pecado a la bolognesa

Chamán había llegado temprano a la reunión y daba golpecitos a la mesa del restaurante con los dedos. Esperaba que el autor del anónimo pidiendo dinero a cambio de silencio no enviase a la policía en su lugar.

Había bastante gente, era el mediodía del domingo y las familias del barrio iban allí a buscar su ración semanal de pastas italianas. La comida solía estar bien, pero ese día él no sería capaz de pasar ni un vaso de soda. El spaghetti con salsa a la bolognesa lo esperaba en el plato, intacto, enfriándose mientras el cerebro del curandero iba recalentándose. Hervía de posibles finales para aquella reunión. Y el único en el que no terminaba preso incluía una gran pérdida de dinero. Su dinero.

Mientras se removía en la silla, mirando hacia la entrada y volviendo a mirar, se encontró con la mueca burlona de un niño, desde la mesa de enfrente. Aprovechó para responder con una seña que fue suficiente para asustar al mocoso y llevarlo al llanto. Cuando los padres notaron que él había sido el motivo del susto, en vez de molestarse pidieron disculpas.           

Chamán forzó una de sus mejores sonrisas, como para dejar el asunto en la nada, y volvió a sus cavilaciones.

 

«Algún día debería probar a abofetear a alguien. Seguro que ni se atreven a protestar estos palurdos» se dijo.

 

No podía evitar destacar, menos en un nido de simplones como aquel. Sabía que se burlaban de su aspecto, parte del negocio era mantener una imagen de misterio y excentricidad. Pero cada vez que tenían algún problema venían a su puerta, a pedir algún frasco de agua perfumada, con la solución mágica que les permitiera no hacer ningún esfuerzo real por sus vidas. Mientras pagasen, él contento. Podía vivir de la mediocridad ajena por el resto de su vida.

Ahora lamentaba el haberse metido con el terreno de los viajes astrales. Debía sobornar al testigo y terminar con eso cuanto antes.

 

—Qué buena elección, querido —dijo la anciana Ramírez, una entrometida de cuidado—. ¿Puedo sentarme un rato por aquí? Hay una lista de espera enorme allí afuera.

 

«¡No!».

 

—Eh, señora, estoy esperando a alguien…

—No se preocupe —respondió la mujer, ya acomodada en el lugar frente a él—, dudo que me confundan con otra cita de usted. Apenas necesite esta silla se la desocupo, ¿le parece?

 

Chamán apretó los dientes, al borde de un ataque de nervios, cuando apareció el camarero.

 

—¿Desea pedir algo señora?

—Lo mismo que está comiendo el bueno del chamán aquí. ¿Es bolognesa eso, querido?

 

«Pero, ¿cómo se atreve? ¡No le di el permiso de quedarse!».

 

—Así es —gruñó.

—Tráigame salsa filetto en su lugar —continuó la mujer, tan tranquila como si él no estuviese allí—, estoy tomando mis pastillas para el colesterol.

—No debería pedir su plato aquí, señora…

—Adelaide, querido. Siempre se olvida, pero como es un encanto se lo perdono.

 

El curandero tuvo que acomodarse en la silla y tomar una respiración profunda para calmarse. Debía abstenerse de sacar a patadas a aquella inoportuna.

 

—Señora Adelaide, por favor —comenzó, lo más cordial que pudo—, es una reunión importante la que debo tener ahora y no podrá quedarse. No pida su comida hasta no tener su mesa.

 

El camarero los observó, confundido, y esperó a que la anciana le confirmara que el pedido seguía en marcha para poder marcharse. Chamán estuvo a punto de levantarse y mandar a todos al demonio, a los palurdos que lo miraban, a la vieja pesada en su mesa y al bromista que lo había dejado plantado.

 

«Sí, claro. Con la oportunidad de llevarse mi dinero, seguro se daría el lujo de perder esta cita».

 

—Tranquilo, no se marche —lo detuvo Adelaide—. Conmigo puede relajarse, se lo aseguro. Ambos sabemos el valor que tiene un buen vecino, estoy segura de que usted va a lograr tener su reunión sin problemas.

 

«El valor de un buen vecino…».

 

Aquellas palabras, semejantes a las que había leído en la nota que le dejó su extorsionador anónimo esa madrugada, hicieron que a Chamán le subiese una corriente fría por la espalda.

 

—Acaso…

—Un uno seguido de varios ceros —completó la mujer, con rapidez—, espero que hayamos llegado a un acuerdo, querido Chamán.

 

«Es ella» concluyó, aterrado porque de no haberlo aclarado, él nunca lo hubiese notado.

 

La anciana le sonrió, mientras untaba uno de los panes de la cesta con la mantequilla saborizada que le había dejado el camarero.

Entonces tomó el paquete en el que había envuelto el dinero y se lo dejó en la mesa, con brusquedad.

 

—Tome, si quiere puede ir al baño a contarlo, la espero y después me marcho —dijo, ansioso por terminar con el intercambio—. Todo esto ha sido un gravísimo error.

 

Adelaide se quedó mirándolo, sorprendida, pero tomó el paquete y lo puso dentro de su enorme bolsa.

 

—Claro que no, mi queridísimo. Acompáñeme a almorzar y conversemos un poco. No sabe el honor que es para mí estar aquí, no diga que es un error. La Providencia es quien puso en sus manos esta habilidad.

 

Más nervioso que nunca, él tuvo que volver a sentarse.

 

—¿Se da cuenta de que si realmente fuese así usted no hubiese visto lo que vio? —murmuró—. Necesito que entienda lo que está por callar a cambio de este regalo, señora.

—Claro que lo sé. No soy ninguna tonta —admitió Adelaide, mirando a los alrededores del universo nuevo que formaba aquella mesa—. Pero la voluntad de arriba se manifiesta de miles de formas diferentes, la mayoría no comprensibles por nosotros —Entonces, se volvió hacia él, con una serenidad enorme en su mirada—. ¿Qué somos más que humildes pedazos de carne con un alma que arrojamos al vicio sin pensar? Aquellos que no sobrevivan a sus sesiones nocturnas habrán recibido su lección, junto con una condena para toda la eternidad.




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