Alexander
Me detuve en el semáforo cuando cambió a rojo. Giré la cabeza y me obligué a contener la bocanada de aire que insistía en escapar. Mi teléfono no paraba de enviar notificaciones. Ashley estaba furiosa. Era Eli quien estaba junto a mí, callada. Sabía que quería decirme algo, pero me conocía tan bien que entendía que necesitaba el silencio.
Si llegué tarde a la comida fue porque mis pensamientos estaban perdidos en una noche; jamás olvidaría esa madrugada.
Tal vez eran las cuatro. Eli y yo estábamos recostados en el salón de descanso, con el frío calando nuestros huesos, pero ninguno se movía. Estábamos exhaustos.
Cuando tu compañera de patinaje es ciega necesitas la pista vacía, de otro modo, para ella sería imposible moverse pues existirían demasiados ecos y vibraciones. Su cerebro echaría humo con solo intentar acallarlos, además de recordar que debía mantener el balance, algo en lo que yo no tenía que pensar, pero Eli debía hacerlo a consciencia.
A eso había que añadirle los cientos de dólares que cobraban por usar la pista para entrenar. Era una cantidad que mamá no podía costear, pero que la señora Payne absorbía para que su hija pudiera estar sobre el hielo. Nuestra única solución era hacerlo en la madrugada.
Una vez que comprendí que ella era la experta en el hielo, nuestra rutina mejoró a tal grado que ganamos las nacionales y calificamos para el World Juniors. Durante ese año alcanzamos nuestras limitaciones e intentamos sobreponerlas. Sin embargo me sentía exaltado, pues tenía la convicción de que alcanzaríamos la gloria. En algún punto, el patinaje sobre hielo dejó de ser solo sobre ella y pasó a ser también por mí.
—Mi balance apesta.
Sonreí, no pude evitarlo. La realidad era que su equilibrio era inexistente. Si se mantenía en pie sobre los patines era por pura terquedad.
—Te exiges demasiado.
—¿Todavía no te cansas de seguir junto a mí?
Guardé silencio y estaba seguro de que el martilleo de mi corazón retumbaba por el lugar. Sin embargo, me obligué a hablar. Con ella no existía la excusa de: «Soy un hombre de pocas palabras», pues esa era la única forma que ella tenía para comprenderme. De nada serviría morder el interior de la boca o jalonear el cabello. Con Eli, la frustración había que verbalizarla.
Y ella continuó:
—Podrías ser el compañero de Madeline, llegar a las Olimpiadas.
—Si hago eso, tú no podrías. Tú me enseñaste a amar el hielo, lo justo es que lleguemos juntos.
Estaba muy entusiasmado. Y aunque todavía faltaba mucho para eso —primero teníamos que ganar el World Juniors—, tenía claro cuál sería nuestro programa para las Olimpiadas y la canción que bailaríamos.
Eli tenía la habilidad de reconocer las notas musicales, sin importar la canción. Así era como marcábamos los pasos. No sabría explicarlo bien, pero con cada nota musical ella sabía si debía ejecutar un spin, giros, side by sides o un salto de vals.
Ella giró la cabeza a la derecha. Procuraba mantenerme de ese lado para crearle cierta seguridad. Eli sabía que siempre me encontraría allí.
—No quiero llegar a las Olimpiadas.
Quise golpear el hielo y gritarle, pero nuestra vida era una catástrofe. Y ese día mi concentración era nula. Estaba exhausto tanto en lo físico como en lo emocional. Desde hacía dos semanas llevaba una doble vida y no encontraba cómo confesárselo.
—Solo estás cansada, Eli. El entrenador nos exige demasiado y…
—No quiero, Alex.
No se lo permitiría, así de egoísta era con ella. Algo putrefacto se revolvía en mi interior, era como agua estancada durante mucho tiempo. Me sentía herido, ella quería deshacerse de mí.
—¿Por qué? ¡¿Sabes lo que nos ha costado llegar hasta aquí?!
—Soy dolorosamente consciente.
Una lágrima me salpicó la mejilla al ver sus ojos humedecidos, la inconfundible desesperación en sus facciones. Por un instante tuve que respirar con consciencia. Sabía que debía responderle, pero mi voz me abandonó. Me obligué a recomponerme porque mi caos era diminuto comparado con el de ella.
—Solo estás molesta porque chocaste con la pared, me disculpé contigo.
Estiró la mano y alcanzó mi antebrazo, aunque pretendía tomar mi mano.
—Ya te dije que no había nada que disculpar. Confundiste las coreografías y eso es normal a las tres de la madrugada. —Me dedicó una sonrisa reconfortante. A pesar de que no podía verme, mi rostro ardió por la vergüenza, sentía mis ojos desmesurados—. Estás en problemas —dijo con su voz cantarina.
Busqué sus manos y las aferré a las mías. Estaba seguro de que sufriría un infarto a los diecinueve años por cómo mi corazón bombeaba frenético. Tuve que recordarme que era ciega, no estúpida. Tarde o temprano se enteraría de que desde hacía dos semanas practicaba con Madeline. Mamá se lo exigió al entrenador. No obstante, mi deber era comunicárselo, pero jamás encontré cómo. Me sentía inseguro y traicionero como una serpiente a punto de atacar.
—Yo…
Editado: 20.04.2023