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El sol aún no había salido del todo cuando terminé de arreglarme para la reunión. Me miré en el espejo, ajustando los puños de mi blusa blanca. Quería verme profesional, decidida, aunque por dentro estaba nerviosa. Este contrato podría ser el empujón que necesitaba mi pequeña empresa, el paso que me permitiría darle a Mateo una vida más estable. Lo necesitábamos, lo necesitaba. Suspiré y me alejé del espejo, recordando la larga lista de cuentas que estaban acumulándose en la mesa de la cocina. No podía dejar que esos pensamientos me distrajeran ahora.
Mateo entró a la habitación frotándose los ojos. Mi pequeño, siempre tan curioso y lleno de vida. A sus seis años, parecía que nada podía derrumbar su ánimo. Se me acercó, con su pijama arrugada, y me miró con esos grandes ojos llenos de preguntas.
—Mami, ¿vas a esa reunión importante hoy? —preguntó con esa voz adormilada que me derretía el corazón.
Me agaché a su altura y le sonreí, acariciando su cabello despeinado.
—Sí, mi amor. Hoy es el gran día —respondí, tratando de mantener la calma, aunque por dentro mi corazón latía como un tambor. La idea de presentarme frente a uno de los empresarios más importantes de la ciudad me ponía los nervios de punta—. ¿Me deseas suerte?
Mateo asintió con una sonrisa amplia, esa que siempre hacía que el mundo pareciera un poco más ligero. Me abrazó fuerte, y yo sentí cómo una parte de mis preocupaciones se desvanecía. Era increíble el poder que tenía sobre mí, cómo podía hacerme sentir que, sin importar lo que ocurriera, todo estaría bien siempre que lo tuviera a él.
—Vas a hacerlo genial, mami. ¡Eres la mejor! —dijo, soltándome con un brillo de emoción en sus ojos.
Ese era el impulso que necesitaba. Me enderecé, inspiré hondo y, tras darle un beso en la frente, me dirigí hacia la puerta.
—Tía Ana te recogerá de la escuela, ¿de acuerdo? Pórtate bien y esta tarde, cuando regrese, te cuento todo.
Con una última sonrisa de Mateo, cerré la puerta y salí hacia lo desconocido.
El camino hacia la oficina de Lucas Guerrero parecía alargarse con cada paso. Mi empresa, aunque pequeña, estaba empezando a ganar terreno, pero conseguir un contrato con alguien como él significaría un antes y un después. Me habían hablado mucho de Lucas: frío, impenetrable, alguien a quien nada ni nadie podía impresionar. Solo una idea me rondaba en la cabeza: ¿Cómo iba a lograr que alguien como él confiara en mí, en mi proyecto?
Mis pensamientos volaban a mil por hora mientras caminaba por las abarrotadas calles de la ciudad. El aire fresco de la mañana me ayudaba a despejarme, pero el nudo en mi estómago no se desvanecía. Lucas Guerrero no era cualquier empresario; era el empresario, dueño de una de las corporaciones más grandes del país, conocido por su frialdad y su carácter implacable. Aún así, aquí estaba yo, una madre soltera con una empresa pequeña, a punto de sentarme frente a él, buscando convencerlo de que mi propuesta valía la pena.
Al llegar al edificio, me sentí diminuta. Las enormes torres de cristal que se levantaban sobre mí parecían estar observándome, recordándome lo insignificante que era en comparación con todo aquello. Inhalé profundamente antes de entrar, tratando de calmar mis nervios. Las puertas automáticas se abrieron ante mí y el aire acondicionado me recibió con una bofetada de realidad.
El lobby era impresionante. Mármol, cristales pulidos y un bullicio de personas que parecían ir y venir sin detenerse ni un segundo. Todos sabían exactamente a dónde se dirigían, menos yo, que me sentía una intrusa en medio de aquel mundo tan ajeno. Caminé hacia la recepción, intentando mantener la cabeza en alto.
—Tengo una reunión con el señor Guerrero —dije, esforzándome por que mi voz no temblara.
La recepcionista, impecablemente vestida, apenas levantó la vista de su ordenador antes de asentir y dirigirme hacia el ascensor. Subí al piso más alto, mi corazón latiendo cada vez más rápido con cada número que ascendía. Cuando las puertas se abrieron, sentí como si el aire en el ambiente se volviera más denso.
Y ahí estaba él.
Lucas Guerrero, el hombre que dirigía un imperio, se encontraba de pie junto a la ventana de su oficina, mirando hacia la ciudad como si fuera el rey de todo lo que veía. Y, en cierto modo, lo era. El ambiente en la sala era casi gélido, pero la energía que emanaba de él era innegable. Alto, de hombros anchos y una postura que denotaba control absoluto. Su cabello oscuro caía de manera perfecta sobre su frente, y cuando giró para mirarme, me encontré con unos ojos grises, fríos y calculadores. Era como si pudieran ver a través de mí, evaluándome con una precisión que me dejó paralizada por un segundo.
—Señorita Méndez, supongo —dijo con una voz grave, casi monótona, pero con una autoridad que era imposible ignorar.
—Sí, mucho gusto, señor Guerrero —respondí, acercándome con una mezcla de nervios y determinación. Le ofrecí la mano, que él estrechó de manera breve, casi mecánica. Su toque era firme, pero había algo más ahí, una corriente que recorrió mi brazo y que no esperaba sentir.
Me invitó a sentarme sin decir una palabra más, y mientras lo hacía, me forcé a mantener la compostura. No era momento para dejarme intimidar por su presencia. Tenía que recordar por qué estaba allí, lo que estaba en juego.
La reunión comenzó con formalidades. Lucas me escuchaba con una expresión impenetrable mientras le explicaba mi propuesta. No interrumpía, no asentía, pero tampoco demostraba desaprobación. Simplemente estaba ahí, observándome, midiendo cada palabra que salía de mi boca. Me esforzaba por mantener mi tono profesional, pero había algo en su mirada que me hacía sentir desnuda, como si él supiera más de lo que yo estaba diciendo.
No podía evitarlo. Había una tensión en el aire, una chispa que, aunque no se podía ver, se sentía. Algo en su forma de ser me provocaba una extraña mezcla de nerviosismo y atracción. Y aunque su frialdad era evidente, había algo en esos ojos que me hacía pensar que tal vez, solo tal vez, Lucas Guerrero no era tan invulnerable como quería aparentar.
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Editado: 26.10.2024