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Un encuentro inesperado
El sol de la tarde se filtraba a través de las persianas de la oficina, creando sombras largas y oblicuas en el suelo de mármol. Siempre me gustaron esos momentos, cuando el ruido de la ciudad afuera se amortiguaba y el caos cotidiano se desvanecía, al menos por un rato. Aquí, en mi despacho, tenía el control, cada detalle en su lugar, como debía ser.
Estaba revisando unos documentos cuando escuché el sonido de la puerta abriéndose detrás de mí. No levanté la vista de inmediato; esperaba que fuera algún asistente trayendo más papeles o alguien solicitando una firma urgente. Nada que me importara demasiado. Pero entonces, algo rompió la monotonía: una risa infantil, clara y espontánea, que resonó por la oficina.
Fruncí el ceño, sin comprender. No recordaba la última vez que había escuchado a un niño en este lugar. Levanté la vista y ahí estaba: un niño pequeño, con unos ojos curiosos y brillantes, mirando todo a su alrededor como si acabara de entrar en un castillo de cuentos. Debía tener unos seis años, tal vez siete. Llevaba una camiseta con un dibujo que no reconocí y los pantalones cortos le caían sueltos sobre sus piernas delgadas. No parecía tener miedo de estar aquí. Al contrario, había algo en su postura, en su pequeña figura, que me recordó una parte de mí que pensé haber olvidado hace mucho tiempo.
Detrás de él, vi a Mía. Ella, con su rostro serio y esa mirada de desconfianza que siempre llevaba cuando me dirigía la palabra. Estaba a punto de preguntarle qué demonios hacía un niño en mi oficina cuando el pequeño, sin más, caminó directamente hacia mí.
No me moví al principio. No sabía cómo reaccionar. Los adultos son predecibles, siempre lo han sido, pero los niños... Ellos no se rigen por las mismas reglas. No sabía qué esperar de él.
—¡Hola! —dijo el niño, con una sonrisa que se extendía de oreja a oreja.
Su voz me sacudió de una manera que no esperaba. No era un "hola" como los que recibo en mi día a día, cargados de formalidad y pretensiones. Era un saludo sincero, sin dobles intenciones. Miré de reojo a Mía, esperando que lo llamara, que lo apartara, que de alguna manera volviera a poner las cosas en orden. Pero ella no dijo nada. Parecía sorprendida, como si no supiera qué hacer ante la escena que se estaba desarrollando.
Finalmente, algo en mí se movió. Me incliné un poco hacia el niño, incómodo pero curioso.
—Hola —respondí, con una torpeza que me era ajena. No recordaba la última vez que había hablado con un niño. Ni siquiera sabía si mi voz sonaba correcta, si el tono era el adecuado.
Mateo —porque así lo llamó Mía unos segundos después— se acercó más y, sin pedirme permiso, extendió la mano para tocar uno de los bolígrafos sobre mi escritorio. Lo observó detenidamente, como si fuera el objeto más fascinante del mundo. Yo, que siempre había odiado que alguien tocara mis cosas sin preguntar, me encontré incapaz de reprenderlo.
—¿Te gusta? —pregunté, aún sin saber por qué.
Él asintió vigorosamente, y luego me miró directamente a los ojos.
—¿Tú trabajas aquí? —preguntó con esa misma inocencia que parecía envolverlo por completo.
No pude evitar sonreír, una sonrisa que se sentía extraña en mi rostro, como si mis músculos hubieran olvidado cómo formarla. No era una sonrisa amplia ni exagerada, pero fue suficiente para que Mía, que había permanecido en silencio todo este tiempo, me mirara con una expresión de asombro. No la culpaba. Yo también estaba sorprendido de mí mismo.
—Sí, trabajo aquí —le respondí a Mateo, con una voz más suave de lo que jamás hubiera pensado usar en esta oficina.
Por un momento, todo lo demás desapareció. No había problemas, no había complicaciones, solo estaba ese niño frente a mí, haciendo preguntas sencillas, tocando las cosas de mi escritorio con una fascinación que no había visto en años. Y yo, un hombre acostumbrado a mantener distancias, me sentía incapaz de ser frío con él.
—Mi mamá también trabaja aquí a veces —dijo Mateo, señalando a Mía, que se mantenía rígida al otro lado de la habitación.
Me giré hacia ella, viendo cómo tensaba los hombros, claramente incómoda con lo que estaba ocurriendo. Estaba acostumbrada a mi trato distante y frío, pero este lado de mí la descolocaba.
—Es un buen lugar para trabajar —le dije, sin apartar los ojos del niño, aunque sabía que mis palabras iban dirigidas tanto a él como a ella.
Mateo se quedó en silencio por unos momentos, como si estuviera procesando lo que acababa de decir. Luego, con la misma naturalidad con la que se había acercado antes, dio un paso más hacia mí y me miró fijamente.
—¿Tienes hijos? —preguntó de repente.
La pregunta me tomó por sorpresa. Me quedé en blanco por un segundo, sin saber qué responder. No, no tenía hijos. Nunca los había querido. O al menos eso me había dicho siempre. Pero algo en la forma en que Mateo me miraba, con esa mezcla de curiosidad y confianza, me hizo dudar por un instante.
—No, no tengo —respondí finalmente, mi voz más baja de lo habitual.
Mateo no dijo nada al respecto. Solo asintió, como si fuera la respuesta más natural del mundo. Pero ese simple intercambio había removido algo dentro de mí, algo que no estaba preparado para enfrentar. ¿Por qué me afectaba tanto la presencia de este niño?
Finalmente, Mía intervino, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros.
—Mateo, ya es hora de irnos —dijo, su voz firme pero con un matiz de sorpresa que aún no lograba ocultar del todo.
El niño asintió y, sin protestar, se acercó a su madre. Pero antes de salir, se volvió hacia mí una vez más.
—Adiós —dijo con una sonrisa.
Lo observé mientras salía, sintiendo una mezcla de emociones que no sabía cómo manejar. Una parte de mí quería alejarse de todo aquello, volver a ser el hombre frío y calculador que siempre había sido. Pero otra parte, una parte que apenas reconocía, se sintió vulnerable ante la simpleza y la calidez de ese niño.
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Editado: 26.10.2024