Odile se quedó paralizada en cuanto lo dijo, con los ojos abiertos de par en par y sin poder creer que lo había dicho. Se arrepintió de inmediato.
¡¿Por qué había dicho eso?!
—¡Qui-quiero decir…! —se apresuró a exclamar—. ¡Me pagarás la entrada y las golosinas! Muero por verla —agachó la mirada y cerró sus ojos con fuerza, queriendo ser enterrada allí mismo, entre los fideos.
Arthur, que al principio se mostró pasmado y un poco horrorizado, sonrió, nervioso.
—Por supuesto. Acepto.
Odile sonrió a boca cerrada y se lamentó internamente. Ser introvertida e impulsiva eran terribles combinaciones.
Peter y Odile se encargaron de armar las tiendas mientras que Wendy y Arthur armaban la fogata. El hermano mayor veía de reojo a la pelinegra cada vez que podía. Tenía una gran destreza para armar tiendas de dormir. Era evidente que no era la primera vez que lo hacía.
Dejaba de verse delicada cuando martillaba con tanta destreza. Lucía fuerte y con más vitalidad que cualquier otra persona. Había recogido su cabello en un moño, lo que permitía ver por completo su rostro perfilado. A la luz de la luna, parecía brillar.
O tal vez era su sonrisa sincera la que lo hacía.
Odile miró en su dirección y Arthur, espantado, agachó la mirada y continuó en lo suyo.
Chasqueó el encendedor de piedra, sin obtener una chispa.
¿Por qué estaba pensando en cosas como esas?
Chasqueó con más fuerza.
A él le gustaba Marlee, su cisne negro.
La chica de corazón de oro que le había salvado la vida.
¡¿Por qué estaba intentando convencerse si era obvio?!
Chasqueó aún con más fuerza.
Marlee era la chica a la que le pertenecía su corazón.
Se lo debía.
¡No tenía por qué dudarlo, santo cielo!
—¡Ah! —Se apartó de golpe del repentino fuego. Había puesto demasiada fuerza en sus dedos y finalmente la chispa salió y el fuego se esparció por el pasto seco—. Creo que me he quedado sin cejas…
Odile se acercó, de inmediato. Sujetó sus manos y la miró, con el ceño fruncido.
—Wendy, por favor trae el botiquín que armamos la semana pasada. Hay un ungüento allí. Peter, ve con ella, por favor —le pidió Odile con voz suave. Wendy asintió. Observó las manos de un perplejo Arthur con sumo cuidado—. No parecen ser quemaduras muy graves… Déjeme ver su rostro —dijo, sujetándolo de las mejillas. Arthur contuvo la respiración ante su serio escrutinio. Odile no parpadeó ni un solo segundo mientras lo revisaba—. Tus cejas siguen intactas. Por suerte no había tanto combustible.
Arthur no pudo moverse. Hubiera preferido que su estado de pasmo hubiera sido debido al miedo.
Pero no fue así.
La realidad de su repentino estado de desconcierto se debía a la cercanía de aquella chica que en algún momento le había parecido escalofriante y ahora…
Odile se dio cuenta de lo que había hecho y se horrorizó. Fue su gesto aterrado lo que hizo que Arthur recuperara sus sentidos y se apartara, aclarando su garganta una y otra vez.
La pelinegra enrojeció—. ¡Lo siento mucho! Ha sido una reacción involuntaria. Disculpa.
—Está bien —volvió a carraspear y miró hacia otro lado, atormentado por sus propias sensaciones.
—¡Aquí está el botiquín!
Ambos tomaron una distancia considerable.
—Pu-puedes ponerte el ungüento —le sugirió Odile, enrojecida de pies a cabeza.
—Claro —dijo él con frialdad.
—Me encargaré de preparar los fideos.
—De ninguna manera —se apresuró a decir Arthur. Ella lo miró, confundida—. Cada uno cocinará el del otro para que la apuesta sea igualitaria —explicó él. Se untó un poco de la crema y luego se puso de pie—. Andando.
Peter y Wendy vieron asombrados la agilidad con la que su niñera y su hermano preparaban los fideos. Incluso tragaron grueso y relamieron sus labios al ver como los arreglaban, agregándole huevo y hierbas. Odile fue la primera en poner sus fideos en la mesa y luego le siguió Arthur. Después de echarles un vistazo, cambiaron de puesto en las mesas y se sentaron frente a los fideos que cada uno había preparado. Separaron los palillos y comenzaron con la degustación.
Ambos comenzaron a comer al mismo tiempo, sin apartar la mirada del otro. La garganta de Odile comenzó a picar y los ojos de Arthur se estaban llenando de lágrimas, pero ninguno se dio por vencido.
La pelinegra se dijo que no podía perder, pero el picante comenzó a irritar su garganta y tuvo que detenerse, desganada.
Arthur se levantó del asiento y la señaló, sonriendo victorioso—. ¡JA! —aplaudió—. ¡Te lo dije!
—¡Oye, se está ahogando idiota! —exclamó Wendy, molesta. Fue a socorrer a su niñera.
El ceño de Arthur se suavizó. Se aproximó a ella y comenzó a palmear su espalda, preocupado.
—¿Estás bien, Odile? —Tomó un vaso y la jarra de agua que estaba sobre la mesa y le sirvió un poco—. Ten —Odile bebió, pero continuó tosiendo incontrolablemente mientras se golpeaba el pecho y le hacía señas de auxilio. Arthur palideció—. ¡Odile! —La pelinegra dejó de toser para comenzar a reír en voz baja. Arthur la observó, horrorizado—. ¡¿Estás loca?!
—Lo siento. No pude evitarlo —dijo, riendo avergonzada—. Supongo que me he dejado influenciar por cierto bromista —comentó risueña, recordando a Nabil. Arthur no cayó en cuenta de lo que había dicho—. Espero que esto te haya servido para lidiar con el malestar que tenías cuando entraste a casa.
Él la observó, pasmado.
¿Lo había notado?
¿Por qué se había molestado en hacerlo sentir mejor?
—Yo… —guardó silencio, sin saber qué decir—. Los fideos morados no son tan picantes como el rojo…, pero admito que son más deliciosos…
Ella le sonrió.
—¡Ahora dennos a nosotros o le diremos a mamá y papá! —se quejó Peter.
—Bueno, bueno, pero si fingen que se ahogan como Odile, los envolveré en la tienda y los lanzaré al lago —le advirtió Arthur.
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Editado: 15.07.2025