Alexander estaba ocupado.
Había estado cocinando toda la mañana y Aidal solo le dio un respiro durante media hora para el desayuno, donde pudo tomar un café suave con un par de rebanadas de pan con mermelada de duraznos, luego, a cocinar otra vez. No es que le molestara, pero sentía una profunda curiosidad por la razón detrás de todos esos platillo delicados. Y no se refería a que fuesen refinados, sino que eran sencillos, con gran porcentaje de verduras cocidas y sopas de sabores suaves.
—¿Siempre estás tenso cuando cocinas o solo es porque este sitio te es ajeno? —Preguntó Aidal.
Alexander sabía que esa duda no era reciente, el oso polar la había guardado durante demasiado tiempo y ya no podía seguir reteniéndola. Haciendo una mueca cuando el pelador de vegetales se atascó en una grieta de la octava zanahoria, Alexander prefirió concentrarse, al menos por el momento, en su trabajo.
Por cortesía no podía dejar la pregunta en el aire, pero tampoco iba a hablar mucho.
—Pienso en mis ayudantes —respondió a medias—. Quiero creer que pueden llevar las riendas de mi cocina durante mi ausencia.
En parte era cierto, pero también resultó una buena manera de desviar la conversación y hacerlo mucho más creíble. Que el oso se convenciera de que Alexander no tenía nada malo que explicar, ningún trastorno de ansiedad, solo otro cambiante león común y corriente.
—¿Cuántos ayudantes tienes? —Preguntó, pasando por detrás para llegar hasta el horno donde estaba el pan relleno.
—Dos.
—¿Para cuántos?
—Noventa.
Alexander sonrió cuando Aidal volteó sorprendido hacia él, probablemente considerando que eso era una locura —teniendo en cuenta que alimentar estómagos cambiantes no era lo mismo que lidiar con la sencillez de los humanos—, pero ¿qué clase de jefe de cocina sería si no confiara en las capacidades de sus ayudantes? La pareja de leones era intachable en el trabajo.
—Mis respetos para ellos.
Alexander hizo una ligera inclinación, agradeciendo, luego tomó el rallador. Tras haber acabado con la zanahoria, depositó la ralladura en un recipiente que ya estaba a punto de rebosar.
—¿Eso será suficiente?
—Sí, creo que bastará. Ponlas a hervir.
—¿Para quienes serán estas comidas? —Preguntó.
Fue el turno de Aidal para hacerse esperar, pero Alexander intuía que la diferencia en el menú de hoy debía ser por alguien en especial, ya que el jefe de cocina había delegado el menú principal de la superficie a todos sus ayudantes. Echándole una mirada fugaz, Aidal probó una cucharada de una de las sopas que hervía a fuego lento y a la que había apodado “primavera”
—Nana Sakari nos ha informado que hoy es el arribo de algunas parejas de osos polares de edad avanzada que finalizan su último gran viaje.
Ancianos, pensó Alexander, y de forma inevitable se le vino a la mente las especulaciones que había detrás de las desapariciones de osos polares. Un escalofrío le recorrió la espina al imaginar a los ancianos siendo capturados por los Cazadores —porque hasta el momento no tenía otra explicación más lógica para lo que estaba pasando con los osos polares—, su león arañó las paredes de su mente, a tan solo un ligero empujón para enfurecerse.
—¿No te agradan los ancianos? —Inquirió Aidal, su mirada marrón era particularmente contenida.
—No tengo compañeros de coalición ancianos, pero si son la mitad de amables como Nana Sakari entonces no habrá problemas.
—Perfecto. Tú vas a servir el almuerzo.
Alexander giró hacia el jefe de cocina.
—¿Por qué yo?
Aidal se encogió de hombros.
—Fue una orden de Sakari, y todo el mundo sabe que no puedo negarme a un pedido de mi abuela.
No iba a discutir contra ese argumento, Alexander diría lo mismo si la anciana fuera sangre de su sangre. Ahora que sabía para quienes estaban dirigidos estos platillos, Alexander se sintió más cómodo. Ya tenía casi todo listo para el mediodía cuando Aidal reapareció empujando un carro para las bandejas.
Colocaron treinta y luego recibió las indicaciones de qué debía darle a quien, así que tuvo que echar a andar su memoria y rescatar todos los detalles físicos de los comensales, que sin contar con Sakari y su compañero Kaskae, eran veintiocho.
—Ahora, el salón donde los adultos mayores suelen comer se encuentra al final de ese pasillo. —Aidal apuntó a la ubicación, en el lado derecho de la cocina—. Nana Sakari debe estar esperándote.
Dándole una palmada en el hombro, Aidal se alejó para asistir a uno de sus ayudantes. Alexander se aferró a las agarraderas del carro y lo empujó hacia el pasillo. Pronto dejó de oír los murmullos y sonidos familiares de la cocina, el deslizamiento monótono de las ruedas del carro y la completa soledad del pasillo le hicieron sentir extraño y pequeño, muy pequeño. Antes de que sintiera las paredes aplastándolo, se dio cuenta de que había entrado a otro pasillo diferente y el anterior solo había sido uno de transición.
Las paredes eran de piedra expuesta sobre las que caía delgadas películas de agua hacia la tierra con plantas y flores, el piso seguía siendo de concreto pero solo en la parte central. Alexander se encontró perdido en la arquitectura tan natural del lugar, no hubo garras que apretasen sus entrañas, ni gritos en su mente y sudor envuelto en miedo. Solo tenía curiosidad por el sitio en el que terminaría.
Dirigió la vista al frente, al final del pasillo había una apertura con forma semi circular, veía un parche de verde a lo lejos que se transformó en una figura definida cuando estuvo en la entrada. En el centro de este extraño comedor había un enorme sauce de largas y delgadas ramas desnudas debido a la estación, una enredadera se estiraba hasta casi la mitad de su tronco y alrededor de la base —distanciados por unos metros de tierra—, había bancas de hierro.
Mesas de picnic por aquí y por allá, el comedor era una zona amplia llena de luz entrando por una cúpula que hacía de techo.
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Editado: 04.11.2020