Padre, la última vez que compartimos una comida yo era un escudero, poco más que un muchacho, pero cuando vuelva de la guerra y compartamos otra vez la cena, me verás a los ojos como un hombre convertido en caballero.
Las escasas palabras que había alcanzado a leer de la carta que Valysar le había dejado a su padre revoloteaban en su mente, mientras batallaba para conciliar un sueño imposible. Aquellas líneas de tinta que ojeó a expensas de sus padres la intranquilizaban como si a ellas se ligara un calamitoso presagio.
Grace flotaba en un mar negro de interrogantes.
No estaba segura de contra quienes pelearían los hombres de la hueste, cuánto tardarían en volver, ni mucho menos los motivos que tendrían para derramar sangre. Nadie le decía nada de lo que estaba pasando. Si echaba la vista atrás, descubría que casi nunca lo habían hecho. Inclusive Connor, quien solía ser honesto con ella, no tuvo la gentileza de desvanecer cada una de sus dudas. Tan solo podía hacerse a la idea de que realmente no sabía nada, salvo que buenas y malas personas morirían a causa de… ¿De qué?
Tampoco lo sabía.
Odiaba la sangre. Odiaba las armas, cuando se usaban para atacar y no para defenderse. Odiaba la violencia en cada uno de sus aspectos, aunque su padre, hermano y tío la practicasen para protegerla.
Habría podido dormitar unos minutos, si su padre no roncara tantísimo, echado a su izquierda, y su madre no acompañara el recital, a su derecha, con agudos silbidos de nariz. Incomoda, Grace se revolvió bajo las sábanas, tanteando distintas formas de probar suerte con la pesadez del letargo, y de paso, corregir con empujoncitos la tan irritante costumbre que sus padres tenían para pasar la noche.
« Si los golpeará con una almohada, se enojarían. Lo sé. Val lo ha hecho conmigo cientos de veces. Pero al menos se mantendrían callados un buen rato ». De alguna manera, todo pensamiento, sin importar cuál, terminaba por retornar a Valysar, en un círculo vicioso de sinsabor. Por la impotencia y el percance, se mordió un labio.
Hacía ya bastante tiempo que Grace había perdido la cuenta de las ovejas que saltasen la valla, cuando sintió la boca seca. Paladeó el gusto del miedo un segundo después; miedo de tener que bajar a la cocina a por un vaso de agua. En sus aposentos, siempre había una pequeña jarra a rebosar sobre la mesilla de noche. Pero sus padres, imperturbables del sueño, no llevaban el mismo hábito. Velas también había. Y luciérnagas. Las luciérnagas enfrascadas que el mayor de sus hermanos le había regalado podían seguirla e iluminarle el camino hasta el piso de abajo, y después de vuelta.
« Tendría que llegar primero a mi habitación a oscuras. ». La idea no le hizo la menor gracia. Así que, se rindió ante sus miedos, y se dijo a sí misma que no lo intentaría por ningún motivo.
En aquel instante, le llegó la voz rumorosa de Giselle, una de las dos criadas de la familia, al otro lado de la puerta.
— Adelante, hazlo. Díselos.
«¡Gracias a Dios!», casi le da un patatús de la impresión. Ella podría acompañarla. En el espacio que existía entre la puerta y el suelo, tintineaba una luz.
— Yo no lo haré — se quejó Elaine en tono bajo. —. Esto ha sido tu idea. Ya te he dicho que quizás no sea nada importante. Ay, chiquilla, eres muy paranoica.
— Claro que es algo importante.
— Despiértalos tú, entonces.
— Ni hablar, despiértalos tú.
— No, despiértalos tú.
— Hazlo tú, Elaine, por favor. Llevas media vida sirviéndoles, si no es nada y los molestamos en vano te perdonarán más rápido a ti.
— De ningún modo. No, despiértalos tú. — repitió con dureza.
En el aquel punto, Grace había girado ya la perilla y abierto la puerta. Se frotó los ojos y los entrecerró a causa del candil que colgaba de la mano de Giselle.
— Quisiera agua, por favor. — les dijo a ambas, pasando por alto todo lo demás.
Elaine y Giselle se miraron mutuamente, sorprendidas. Una de cabellos entrecanos; la otra de un castaño alisado. Una era una mujer regordeta que si fuera hermosa y de ojos añiles podría tratarse de la madre de su madre; y la otra era una veinteañera muy alta que abultaba casi lo mismo que una vara.
— Mi lady, despiértalos tú — mascullaron ambas al unísono. En seguida se voltearon a ver de nueva cuenta. —. Es decir, vos. Despertadlos vos.
En cuestión de nada, la convencieron a punta de suplicas y empujoncitos de ánimo. Grace no hizo pregunta alguna. En cambio, pidió su vaso de agua como retribución, y se dirigió a sus padres. El concierto de ronquidos y silbidos aún se pronunciaba, de manera que cogió una almohada de plumas, y le golpeó el pecho a su padre, con una delicadeza no tan evidente. Le pareció lo más apropiado.
Vyler despertó al segundo asalto. Y más adelante, cuando Elizabeth también se hubo levantado, Giselle tiró de las ropas de dormir de Grace, y la apremió para sacarla de la habitación.