FÉLIX
Cuando era niño y miraba a mis compañeros azules, sentía una ligera envidia. Era el color de casi todas las cosas que me gustaban, al fin y al cabo: el cielo, el mar en verano, las deliciosas gomitas de delfines. Me parecía un color hermoso.
Hasta que cumplí quince años y conocí a Lucas Morel.
Pero a los trece, yo estaba obsesionado con el azul, y cuando le dije a mi hermana Irene que quería empezar a usar ropa de ese color, me miró con la nariz arrugada, pero no demasiado sorprendida. Se había acostumbrado a tener que cuidar de "ese niño excéntrico". Era una buena hermana, pero no nos entendíamos.
—El azul y el amarillo no combinan, Félix.
—No me importa que no combinen.
Desear haber nacido de otro color no era algo raro tan entre los míos, los amarillos. Desde que era pequeño aprendí que estábamos en la parte baja de la pirámide social, aunque todos afirmaran de que ya no había tanto colorismo como en el pasado, que nuestra sociedad había progresado.
Sí, ya. Sí claro.
Se supone que somos excepcionalmente confiados, orgullosos, siempre positivos y enérgicos. Es lo que la sociedad espera de nosotros. Con los años, eso empezó a parecerme una monumental tontería.
Te etiquetan según tu color, el lugar donde naces, el sexo que te asigna la naturaleza. Esos prejuicios me incomodaban, pero nunca lo decía en voz alta. A los trece años aún no sabes bien cómo darle forma a tus pensamientos en conflicto. Así que cada pequeña transgresión contaba.
—Mira, ¿sabes qué? Haz lo que quieras, pero yo no te la voy a comprar. Si quieres que te miren raro en la calle, es problema tuyo.
Mi hermana no era una típica amarilla, pero asumía todo con una agresiva anticipación. La muerte de nuestros padres había endurecido su carácter y la primera lección que aprendí de ella fue a nunca bajar la guardia.
—Muchos querrán pisotearte solo por ser amarillo, Félix. Tienes que defenderte.
Hasta las sonrisas de Irene eran intimidantes, y cuando lo hacía sin malicia, eran sonrisas imprecisas, como si no recordara como hacerlo. Como si le diera vergüenza sonreír.
Tenía seis años cuando ellos murieron, así que apenas los recordaba. La pérdida no me afectó como le afectó a ella, que aún lloraba al mirar su fotografías.
Intentaba no molestarla con mis problemas y desvaríos. Quería ser un buen hermano. Quería ayudarla a ser feliz, pero Irene colocó un muro contra el mundo y allí se quedó, absolutamente inalcanzable.
Y yo crecí a la sombra de ese muro.
Así que a los once años, decidí rebelarme de la única forma que podía: siendo lo contrario a lo que se esperaba de mí. Un amarillo malhumorado que usaba ropa azul.
—¿Por qué siempre estás enojado, Félix? –me preguntó la psicóloga de la escuela. Era una mujer roja de cabello corto y sonrisa falsa. Me ponían nervioso esas sonrisas.
Me removí en la silla, incómodo.
—No estoy enojado. Así es mi cara.
Ella apretó los labios.
—Entiendo que cuando un niño pierde a sus padres...
Fue como si me pinchara con agujas calientes.
—¿Por qué siempre dicen lo mismo? —siseé—. ¡Cállate! ¡A mí me da lo mismo si mis padres se murieron! ¡Dejen de decir esa mierda!
Cuando mi hermana fue a buscarme, deshaciéndose en disculpas, sentí los tentáculos de la culpabilidad agitándose en mi estómago mientras la miraba tras la mampara de vidrio que separaba la oficina del inspector del pasillo. Eso me molestó. Me molestaba que en el fondo, seguía siendo un amarillo susceptible a las emociones de los demás. Nunca podría ser apático y frío como un azul.
Mientras caminábamos de vuelta a casa por las calles de Vivalri, mi hermana se detuvo, me agarró de los hombros y me sacudió, sorprendiéndome. Tenía el rostro desencajado por la rabia.
Me asustó.
—¿Es cierto eso que le dijiste a esa mujer? ¡Contéstame!
Intenté que me soltara, pero su agarrón era implacable. Los dedos se hundían con fuerza en mis hombros. Dolía.
—¡S-suéltame!
—¡Responde, Félix! Le dijiste que te da lo mismo que nuestros padres se murieran. ¿Es eso cierto? ¡Contesta!
—¡No sé!
—¿Cómo que no sabes?
—Que no sé, Irene. ¡No sé! Igual no me acuerdo de ellos. Así que quizá sí me da lo mismo, da igual lo que yo sienta.
—¿Qué?
—No los conocí como tú, así que... ¿por qué debería sentir...?
Para mi desgracia, las palabras que salían de mi boca no parecían concordar con mis emociones, pues comenzaron a llenárseme los ojos de lágrimas. Y entonces, mortificado, rompí en fuertes sollozos. ¿Por qué tenía que ponerme a llorar justo ahora? Toda una vida sin añorar la presencia de mis padres para acabar descubriendo allí, en medio de la calle, que en realidad sí me hacían falta.