FÉLIX
No lo digo porque sea mi hermana y compartamos genes, pero Irene era una mujer atractiva. Lo sé porque desde niño vi cómo algunas personas en mi barrio se quedaban mirando su cuerpo esbelto, siempre erguido al caminar. A Irene, por su parte, le gustaba presumir su gusto en vestir y sé que se regodeaba cuando algunas mujeres la desaprobaban abiertamente.
Sin embargo, a veces parecía tener más edad.
Tenía veintisiete años y ya había arrugas en el borde de sus ojos. Eran ojos cansados, ojos que habían derramado demasiadas lágrimas. Y yo me sentía impotente por ello.
Un día, mientras preparábamos la comida, le dije que trabajaba demasiado. Su mirada fue dura, pero yo ya era inmune a esas miradas. Lo que no te mata, te hace más terco. Y más hijo de puta también.
—¿Y quién va a pagar la hipoteca, las cuentas, tu ropa?
—Puedo trabajar.
—No, Félix. No quiero que trabajes. Solo tienes quince y necesito que te concentres en pasar de curso.
—Pasar de curso –repetí, entornando los ojos—. Muchas gracias por tus altas expectativas en mí.
Logré conseguir que sonriera. Siempre que le arrancaba una sonrisa a Irene, yo me sentía bien conmigo mismo. Como sumar puntos en un juego. Si soltaba una carcajada, la victoria equivalía al puntaje máximo. Ese día estaba teniendo una buena racha.
—"Expectativas", ¿eh? Veo que te ha mejorado el vocabulario.
—Hoy amaneciste con ganas de molestarme.
—Me la pones muy fácil.
—Irene, de verdad quiero trabajar.
—Félix...
—¡Solo sería los fines de semana! Por medio tiempo. Y el trabajo es facilísimo: clasificar las películas y ponerle buena cara a los clientes. Hasta me dejarán hacer los deberes ahí.
—¿Tú, buena cara? A ver, no, espera, espera... —Me miró arrugando el ceño y sosteniendo el cuchillo de forma peligrosa en mi dirección—, ¿o sea que ya estuviste buscando trabajo por tu cuenta sin consultármelo? ¿Y qué es eso de clasificar películas?
Me alejé un poco, enterrando las manos en mis bolsillos mientras me apoyaba contra la pequeña ventana de la cocina. Había vuelto a nevar afuera; la nieve maquillaba poco a poco los techos de los demás edificios y casas que se apiñaban en nuestro barrio.
El departamento que habíamos heredado de nuestros padres era pequeño, pero confortable. Lamentablemente, tras su inesperada partida, dejaron un nada despreciable rastro de deudas que mi hermana aún se empeñaba en pagar. Por suerte, logró convencer al banco de que no nos embargaran la casa. Amábamos nuestro hogar.
Allí, entre esas paredes, habitaba la memoria de un pasado feliz.
—El dueño del cineclub me lo ofreció —admití.
—¿Ese sujeto extraño de las cejas rapadas?
—Es un tipo genial –lo defendí.
—No me da buena espina.
—Porque siempre te dejas llevar por las apariencias. Si yo no fuera tu hermano y te toparas conmigo en la calle, seguro que te apartarías sujetando con fuerza tu cartera.
—No te pongas manipulador. Y mi respuesta es no.
Traté de no explotar. Mis arranques de rabia nunca funcionaban con ella, pero siempre me costaba contener la lengua y los impulsos. Karen insistía en que debía moderar mi "lenguaje corporal". Respiré hondo.
—Solo... tienes que venir conmigo y hablar con el Grillo personalmente.
—¿Grillo? –se rio.
Puntaje máximo inesperado. Avisté mi oportunidad como una rata astuta. Ziggy estaría orgulloso de mí.
—Es que así le dicen al dueño del cineclub. Todos le dicen así.
Exhalando el noveno suspiro del día, Irene volvió a concentrarse en seguir troceando el pescado; sus hombros exhibían una reluctante resignación.
—Está bien. Pero si no me gusta, será un no rotundo, ¿vale? Y vas a tener que obedecerme esta vez. Imagínate si algo te pasara estando a mi cargo... —Palideció un poco—, por favor, hazme caso, Félix. No me pongo pesada solo porque quiera fastidiarte la vida. Es que te quiero. Eres lo único que me queda en el mundo, ¿entiendes?
Tragué saliva.
—Entendido.
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—Oye.
—¿Qué? –preguntó Lucas Morel de mala gana, volteándose en el pasillo. Los estudiantes se apartaron un poco de mí al pasar. Sonreí burlón y apunté sus zapatillas.
—Tienes algo pegado a tus suelas.
Se las miró, turbado. Lo vi azularse un poco al darse cuenta de que era un tampón. Haciendo unos saltitos graciosos, se apresuró a quitarlo y lo lanzó por el borde de la barandilla de concreto, hacia los patios de abajo. Me reí a carcajadas pensando en la expresión de la persona que recibiría ese proyectil inesperado en su cabeza.
Morel estaba mortificado.
—D-debió caérsele de la mochila... a alguna de las chicas –farfulló.
—Desde ahora te diré "pies ultra-absorbentes".
—¿Puedes dejar de ser un tipo insoportable por al menos diez minutos? –masculló con la cara deformada por la rabia. Alcé las cejas.
—Oye, oye, deberías agradecer que te avisé o estarías haciendo el ridículo por todo el colegio.
Se quedó callado unos momentos, cavilando mis palabras con una especie de tormento interno. Finalmente suspiró y dijo:
—Vale. Gracias.
—Ya, pero dilo con más encanto.
—Cállate.
Al final, acabamos caminando el uno junto al otro hacia el auditorio para asistir al Taller de Teatro. Fue un silencio incómodo. Hasta que Ziggy decidió trepar desde mi bolsillo por el interior de mi manga hasta mi hombro, pero oculta aún por el cuello de mi chaqueta. Sus pequeños bigotes hacían cosquillas en mis cuello. Morel la miró de reojo.
—Dicen que las mascotas acaban pareciéndose a sus dueños.
—¿Sí? Pues seguro que tú tienes un pingüino. Un torpe y frío pingüino.