ATENCIÓN: ESTE CAPÍTULO CONTIENE ESCENAS VIOLENTAS QUE PUEDEN NO SER DE SU AGRADO. POR FAVOR, LEA CON PRECAUCIÓN Y BAJO SU PROPIO CONSENTIMIENTO.
Le dolía la cabeza y ese agudo y el horrendo aroma a desinfectante solo conseguían que le doliera aún más. Trató de taparse los oídos en un intento desesperado por evadir ese sonido infernal. Pero no podía. Sus brazos no reaccionaban y eso la asustó. Abrió los ojos y no pudo evitar soltar un quejido de dolor mientras los volvía a cerrar con fuerza. Aquella claridad la había cegado. Respiró profundamente y volvió a abrirlos, pero esta vez lentamente, adaptándose a la luz que parecía que emitían aquellas paredes blancas que la rodeaban.
Se encontraba en un hospital, o eso era lo que ella creía. Cuatro paredes blancas, un sofá gris algo viejo, una silla de madera que parecía ser realmente incomoda y la cama a la que estaba atada eran sus únicos compañeros. No había nadie. Solo ella y aquellos desgastados muebles.
Intentó moverse, pero un fuerte dolor la detuvo. Le dolía todo el cuerpo, pero no dejó que eso le influyera lo más mínimo. Volvió a intentarlo, pero seguía sin poder moverse. Unas correas la mantenían sujeta a la cama.
Gruñó frustrada. Esto no debía estar pasándole. El plan era simple y, hasta el momento, había salido perfectamente. Había conseguido salir por las majestuosas puertas del Teiwaz sin que nadie reparase en ella y no permitiría que una simple caída, un simple y minúsculo desliz, fuera su ruina. Había sido un estúpido error. Un error que no dejaba de reprocharse. Este le había costado estar atada a aquella cama, en aquel hospital, en un lugar donde no conocía, donde no estaba preparada para lo que pudiera suceder. Solo de pensar que había sido capturada por ellos la ponía enferma.
Aún era incapaz de olvidar aquella vez que se descuidó en una de las cacerías que Ellos solían organizar. Esta había prometido ser como todas las demás, una simple ruta por las peores zonas del Seiðr de "perturbados", seres malditos que consideraban amenazas para la sociedad. Aunque lo que de verdad temían era a la posibilidad de que estos pudieran llegar a derrocarlos. Ellos solían repudiar a todos aquellos que se opusieran a su poder, los igualaban con los demonios y otros seres oscuros inestables, solían ser un cumulo de carne que se movía por un instinto animal. Aunque no todos eran así.
Ella esperaba que sucediera lo habitual. Rondar durante un par de horas por los callejones oscuros y las cloacas y luego volver con algún demonio descarriado, que los invitados de Ellos sacrificaran a ese ser, para más tarde volver a su oscura y mohosa habitación. Sin embargo, desde ese momento en el que puso un pie en la camioneta supo que no iba a salir tal y como esperaba. Y en efecto, hasta ese día había sido incapaz de borrar de su memoria la asquerosa y perturbadora sensación de las manos de aquel hombre de su piel. Algiz, su querido y protector compañero, le había advertido tantas veces... se sabía sus réplicas de memoria. Siempre le decía que no se confiara, que debía vigilar todos y cada uno de sus movimientos. Le recordaba que solían divertirse mofándose de todos, sin ninguna excepción. Y esa vez le tocó a ella. Su tortuosa perdición venía envuelta en un sencillo e inofensivo vaso de agua, ofrecido nada más empezar la cacería. Una simple, pero potente, gota de loto púrpura mezclada con aquel liquido cristalino. Los efectos no habían tardado en aparecer, pero no se percató hasta que fue demasiado tarde. La parálisis ya era evidente, intentó esconderse con la esperanza de poder recobrar las fuerzas, pero fue en vano. Uno de los invitados, un hombre de hombros anchos, piel cuarteada y algo rechoncho, se acercó a ella tambaleándose. Al principio pensó que ella no había sido la única afectada. Sin embargo, la postura amenazante y la sonrisa socarrona de aquel hombre solo consiguieron ponerla en guardia.
Él fue acercándose mientras ella intentaba alejarse arrastrándose por el callejón. La cogió del tobillo y de un solo jalón la arrastro hasta él. Colocó sus enormes zarpas sobre sus muslos y fue palpándola lascivamente mientras reía y le aseguraba que sería una experiencia inolvidable.
Realmente lo fue. Estuvo forcejeando desesperadamente hasta que el pánico la controló, descargó una gran ráfaga de energía que envió a aquel tipo a la otra punta del callejón. Este, cobardemente, huyó.
Tardó un rato en recuperar sus fuerzas. No se esperó a que la cacería acabara, volvió corriendo hasta la guardia y se encerró en su habitación. Nadie se preocupó por ella, todos estaban lo suficientemente ensimismados en sí mismo como para preocuparse por la niña que corría sollozando descontroladamente.
Lo que sucedió después no fue ni la mitad de tortuoso que la sensación de impotencia que sintió en ese momento. Ni la campana de acero fundido que le hicieron tragar fue tan traumático como la sensación de sus dedos en su piel. Y sabía que, si volvía a acabar bajo las garras de esos horrendos y despreciables seres, no tendría un destino mejor.
Debía estar alerta, no podía volver a cometer otro error más. Ahora lo único que le quedaba era esperar y analizar la situación.
La puerta se abrió y por ella apareció una mujer de unos 30 años, alta y un poco rechoncha. Vestía un uniforme de enfermera, su sonrisa y sus cortos rizos rubios enmarcaban unos preciosos ojos esmeralda. Esa mujer parecía irradiar amor y felicidad, se mirara por donde se mirara. Su gracia era única.
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Editado: 19.08.2019