Era muy temprano; el sol no había salido cuando el timbre irrumpió los sueños de la chica. Pero no era el timbre de la alarma, como ella habría esperado, sino el timbre de la puerta llamando. Salió de la cama somnolienta y sin preocuparle andar sin zapatos, a fin de cuentas conocía la suciedad o limpieza de su vivienda. Se encaminó a la puerta estirándose y bostezando, haciendo todo tipo de ejercicio que la despertara en el camino. Tras la mirilla descubrió al entrometido de su descanso y abrió sin tener que preguntar.
— ¡Hasta cuando puedes excederte! –bufó el muchacho pelinegro empujando a la chica, la cual cayó de espaldas en el suelo. El impacto terminó por despertarla.
— Lo sé, perdona. Ayer llegué tan tarde que no pude pasar –se disculpó ella sobándose la espalda baja.
El chico se llevó una mano al respaldo del cuello, molesto y simultáneamente arrepentido, para luego tenderle la misma mano a la chica y levantarla.
— Me han regañado por tu culpa; les dije que sí me pagaste pero lo había perdido –bufó cuando la soltó, una vez estuvo de pie.
— Ay, perdón –se disculpó ella, dándose la vuelta– les hubieras dicho que enfermé y no pude ir o algo así.
Ella entró en su departamento y fue a su habitación, donde en una caja sacó un tanto de dinero. Volvió donde lo esperaba el chico y se lo tendió.
— Enserio, perdóname el retraso –dijo, entregando el dinero de la mensualidad. Él no se molestó en contarlo y simplemente lo guardó.
— Y a mí por la agresividad, aunque ya te lo merecías –dijo él, dándole un abrazo rápido para despedirse– ya faltan unos meses tan sólo ¿no?
— Sí. Otro factor en mi camino es que tu hermano no deja de mandarme mensajes ilusionado, aunque estamos diciendo que son meses todavía para presentar el exámen de admisión.
— Y si siguieran siendo novios...
— Eso ya pasó y él lo aceptó. Una amistad es más fuerte que lo romántico –farfulló ella sin ganas de hablar sobre el tema.
El pelinegro se despidió y se retiró del lugar. La chica cerró la puerta y volvió a estirarse un par de veces más hasta llegar a su cama y tirarse encima de ella. En menos de un minuto después, sonó la alarma.
Sólo un minuto más...
Pero sabiendo que no podía permitírselo, se levantó de la cama sin apagar la animada melodía que había escogido para despertar. Con el móvil aún sonando se metió a bañar, para darse prisa a vestirse y peinarse. Una vez salió de la ducha cepilló su cabello largo y de color rosa, recogiéndolo en una coleta. Abrió ventanas, limpió su habitación y preparó un bento para llevar. Tomó finalmente sus llaves y un poco de dinero.
— ¡Me voy! –gritó al interior de su casa antes de cerrar y salir corriendo. La casa quedó vacía y en completo silencio, como si ella no hubiese estado allí hace apenas unos segundos.
Caminó por las calles frías pero bien iluminadas, vacías por ser apenas la mañana de un día domingo. Siguió hasta dar con la esquina de un bonito parque, donde se encontraba el lugar en que trabajaba. Al ser fin de semana, le correspondía a ella abrir, así que entró rápidamente por la puerta de acceso al personal y, dejando sus cosas y tomando su delantal, subió la cortina de la biblioteca.
Su historia en ése lugar era simbólico, razón por la cual preservaba su trabajo como si fuese la dueña: al ser tan sólo una adolescente, era difícil proporcionarle un trabajo complicado, más no en la biblioteca, lugar apenas visitado por un par de personas a la semana. Sin embargo cuando llegó allí, se dio cuenta de que el lugar anticuado podía volver a sus tiempos de gloria con un poco de inversión en ella. Y así lo hizo.
A sus (en aquel entonces) doce años, la pequeña pelirosa pasó largo y tendido tiempo ordenando los pasillos y torres de libros. Después convenció al anciano dueño de conseguir una computadora para manejar el sistema de entrada y salida, así como la administración y cuentas de los libros. Luego empezaron a remodelarlo, abriendo un área de cafetería. También pusieron estantes con regalos, libros en venta y finalmente, construyeron una planta alta para el cibercafé. Pero no sólo eso. En la azotea la chica empezó un proyecto de cultivo, mismo que el anciano dueño consintió al construir un invernadero, cuyo fruto fue que pudieran implementar la azotea como un área de florería. Sólo la llegada de una chica había conseguido de una vieja biblioteca a punto de desaparecer en un cibercafé con biblioteca, librería y además, florería.
"Yoake", una de las bibliotecas más populares en Japón. Allí trabajaba.
Después de subir la cortina y barrer la fachada, empezó a sacar las mesas y sillas de los asientos exteriores. Encendió las computadoras y máquinas de café, para subir al invernadero y bajar las canastas con los ramos ya cortados que debía de repartir hoy. Regó las plantas, sembró nuevas semillas, añadió fertilizante o cortó las ramas muertas antes de volver a bajar. Eran apenas las nueve de la mañana. Ya en el interior, tomó el carrito donde se depositaban los libros que habían sido utilizados y se dirigió entre los pasillos a acomodarlos.
— Veamos... "una noche estrellada" va en Literatura, área de fantasía. Estante tres, número dieciséis... aquí. Ahora "La filosofía de Dewey" va en el área de Historia, y luego "El arte de la guerra"...
¿Qué hablaba sola para ordenar libros? Sí, pero eso no era realmente relevante. Diez minutos después de iniciada su actividad, la campanilla del primer cliente entrando resonó y esto la hizo correr a la entrada.
— Bienvenido a la biblioteca ¿En qué puedo ayudarle? –preguntó con amabilidad al extravagante sujeto de cabello rubio que había entrado. Era delgado hasta el punto de tener un cuerpo gracioso y los ojos tan hundidos que no podía verse su esclera blanca. Aún así, esto no lo hacía diferente de atender.