Hasley
La mirada de mi madre me pedía a gritos que le diese una explicación.
Era incapaz de desviar mis ojos de los suyos tan penetrantes. Me veía como si los míos fuesen una
cueva oscura, buscando un poco de luz en ella.
—Es increíble que me llamen del instituto diciéndome que estás faltando a clases —replicó con
un tono de voz duro.
Bajé mi vista tímidamente hasta los dedos de mis manos que estaban encima del banco de la
cocina, entrelazándose nerviosamente. Inflé ambas mejillas tratando de restar la tensión que se
esparcía por todo el ambiente en el que nos encontrábamos ambas.
Al parecer el maestro Hoffman me reportó por mi falta de ayer y la directora le llamó avisándole
de mi ausencia en clases. Ahora estaba en medio de una discusión con ella en la cocina,
exigiéndome un porqué que valiera la pena, por el cual había faltado a clases. Bonnie Weigel era
muy estricta a la hora de hablar de mis estudios, siempre me repetía que eso sería lo único de lo
que dependería mi futuro. Había estado trabajando tanto para poder pagar mis estudios y cada gota
de sudor debía recompensárselo con el instituto.
No podía esconderme de su campo de visión en lo más mínimo.
Apoyó su mano sobre la mesa y empezó a tocarla con las uñas de sus dedos, creando un sonido
rítmico, haciéndome saber que esperaba una
respuesta. Aquello solo aumentaba mis ganas de querer volverme chiquita y rodar en el suelo.
—Hasley Diane Derricks Weigel: estoy esperando una explicación —
demandó enojada con mucha autoridad.
Mi nombre completo. Bien, siempre que usaba ese tono de voz junto a mi nombre completo es que
el asunto iba en serio.
—Ese instituto está peor que preescolar. —Fue lo único que dije en un tono bajo recibiendo una
mirada de desaprobación por parte de suya.
—Hasley —mi madre reprendió con poca paciencia.
La estaba sacando de sus casillas. Tenía mucho temperamento y la perseverancia era algo que
nunca perdía en medio de una discusión, fuese cualquier tema o conflicto.
—Lo siento mucho, ¿sí? —Me arrepentí.
Y no mentía… O tal vez algo.
—Eso no basta, Hasley —suspiró relamiendo sus labios—. Sabes perfectamente que no me gusta
que andes perdiéndote las clases.
—La primera vez el profesor Hoffman no me dejó entrar, él me odia
—me excusé, creando un mohín.
—Ay, Hasley, según tú a ti todos te odian.
Ella puso los ojos en blanco.
—¡Él me odia aun más! —Alcé los brazos y dejé caer mí cabeza en la mesa.
—Claro —mi madre habló irónicamente—. Dime, ¿por qué has faltado ayer a literatura? Ni
siquiera te apareciste en la puerta del aula.
—Porque obviamente no lo haría, ya era un cuarto de hora tarde y solo son cinco minutos de
tolerancia. No quería otra humillación, ya van tres en la semana y tengo permitida dos.
—Ah, ¿te permites humillarte? —se burló.
—A veces me reto, —respondí.
Parpadeó varias veces y elevó su mano a la altura de su hombro.
—Eres difícil.
A pesar de que no entendiera el sentido de sus palabras, le sonreí orgullosa. Mamá prefirió
guardar silencio y coger su bolso, buscando algo dentro.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Busco mi celular —respondió mirando hacia los lados, dibujando un ceño fruncido.
Me levanté del taburete y comencé a ayudarla, dirigiéndome a la sala.
No tuve que perder tanto tiempo en encontrarlo, porque el famoso sonido de su celular era un
ringtone demasiado antiguo. Sonó en uno de los sillones.
—¡Creo que ya lo encontré! —le avisé.
—¡Contesta! —me ordenó acercándose.
Rápido lo cogí entre mis manos y deslicé mi dedo por la pantalla. Sin embargo, no hablé, estiré mi
brazo hasta que ella lo alcanzó, llevándoselo a su oreja.
—¿Diga? —preguntó. Me quedé parada justo en frente de ella mientras oía todo lo que hablaba, al
parecer era sobre su trabajo—. Oh, pero yo he dejado todos los expedientes y documentos en uno
de los cajones. —
Arrugó el entrecejo—. Está bien, voy para allá.
Colgó el celular y volvió a la cocina.
—¿Te vas a ir? —pregunté siguiéndole el paso.
—Sí, se han perdido documentos de unos pacientes —bufó de mala gana e hizo una mueca—, pero
ni creas que te has salvado —advirtió—.
No lo vuelvas a hacerlo o me veré obligada a castigarte. Es verdad, Hasley.
—Bien —mascullé.
—Te preparas algo de comer y si vas a salir con Zev, avísame. Te quiero aquí en casa antes de las
ocho —ordenó mientras se ponía su saco de color crema.
—¿Antes de las ocho? Oh, eso me dará tiempo para mmm… ¡Nada! —
espeté sarcástica—. Igual no creo salir con Zev.
—¿Siguen peleados? —Mamá preguntó, cogiendo las llaves.
Ella estuvo cuando el chico vino por mí para ir a su entrenamiento, así fue como escuchó los
insultos y gritos de nuestra parte. Sin embargo, a regañadientes subí a su auto haciéndole gestos.
¿Infantil? Lo sé.
—Es un idiota —bufé.
—Así funcionan las amistades, cariño. Él te quiere —agregó—. Ya, me tengo que ir, cuídate.
En la puerta, a punto de irse, solté una pregunta fuera de lo común:
—Mamá, ¿por qué las personas se drogan?
Ella se detuvo y me miró con el gesto más confundido, saliéndose de su órbita.
—¿A qué se debe tu pregunta?
—Me ha dado curiosidad. Hemos tenido una plática sobre las drogas hace unos días, ya sabes, las
campañas de prevención —mentí encogiéndome de hombros.
Su rostro se suavizó.
—Bueno, a veces es por problemas familiares, privados, un trauma en su niñez, falta de
comunicación con sus padres o llegan casos en que sienten que el problema son ellos —explicó
fluidamente—. En algunos casos solo porque quieren hacerlo sin ningún porqué. Hija, recuerda
que esto de la drogadicción es un problema serio.
Mamá trabajaba en una clínica, en donde ayudaba a la gente con sus problemas, mayormente eran
adolescentes y uno que otro adulto. Solía decir que psicología era para cuando tenías tu alma
perdida y no te encontrabas a ti mismo.
—De acuerdo. —Fue lo único que dije y mordí mi labio.
—Bien, ya me tengo que ir —se despidió agitando su mano en forma de despedida y salió.
Me quedé en el sillón recostada y miré hacia el techo. La casa estaba en un completo silencio, uno
que se sentía tan triste. Siempre habíamos intentado que tuviera vida y fuera pintoresca, como toda
casa normal pero nos resultaba imposible. Después de que mi padre se fue, mi madre había estado
levantando esta casa por sí sola, la cual era muy grande para dos personas, pero aun así las dos
éramos unidas. Ella y yo teníamos una relación muy bonita, de madre e hija; no niego que había
desacuerdos o peleas entre nosotras pero, al final, terminábamos abrazadas viendo una película
que a ella no le gustaba y se dormía a la mitad.
En esa soledad, las palabras de Luke se proyectaron de nuevo en mi cabeza.
«Weigel, solo cuido de ti».
Después de todo no había servido de nada. Iba a ser lo mismo si perdía
la clase con la profesora Kearny. No, hubiese sido peor. No sé cuánto tiempo estuve en el sillón,
hasta que el sonido del timbre me obligó a levantarme. No tenía idea de quién podría ser. Arrastré
mis pies por el piso, miré por la abertura de la puerta y me percaté de aquella mata de rulos
dorados que se asomaba.
—Hey —Zev saludó apenas abrí.
Su mirada era de cachorro regañado. No podía seguir tratándole mal, estuve evitando sus
llamadas y en el entrenamiento lo veía sin ninguna pizca de emoción. Todos sus compañeros se dieron cuenta. Por más idiota que se comportara, no dejaba de ser mi mejor amigo. Después de
todo, él solo cuidaba de mí como aquel único hombre que tenía en mi vida.
—Lo siento —susurró, sus ojos se empezaron a cristalizar.
Mi corazón se encogió.
—No, no, no —dije rápidamente y lo abracé—. Cálmate, no tiene que ver con nuestra pelea,
¿cierto?
Él no agregó nada, pero asintió. Me llené de temor, volviéndome pequeña ante él por verlo llorar
y no saber la razón. Me separé de él y cerré la puerta para sentarnos.
—¿Qué ocurre? —inquirí, poniendo una de mis manos sobre su rodilla.
Él relamió sus labios y echó un suspiro.
—Mis padres se separarán, mi… mi papá se llevará a Alex —balbuceó
—. Hasley, no puede hacerle esto a mamá, no debe.
Mis cejas se juntaron y tragué saliva sin tener nada positivo que decir en ese instante. Zev siempre
había estado cada vez que tenía problemas y trataba de darme consejos, aunque era malo y
terminaba haciéndome reír.
Ahora que él me necesitaba, yo no sabía qué hacer para ayudarlo. Me odiaba por ello y me sentía
inútil ante mi mejor amigo, por lo que solo acorté la distancia entre nosotros y lo abracé,
permitiéndole que hundiera su rostro entre mi cuello y mi hombro.
Sus lágrimas mojaban mi piel y mi blusa, pero no me importaba en lo absoluto. No tuve noción del
tiempo estando así. Finalmente, fue Zev quien decidió alejarse. Sus ojos se encontraban hinchados
y sus labios muy rojos. A pesar de que se viera tan tierno, no podía aceptar el hecho de que
estuviese así por algo que lo destruía por dentro.
—No sé muy bien aún, creo que no se irá de la ciudad —musitó.
—Eso es algo bueno. Digo, tu madre podrá ver a Alex al igual que Lourdes a tu papá.
—No es lo mismo —respondió.
—Sé que no es lo mismo, Zevie, pero sería peor si se fuera de la ciudad —negué ante mis
palabras y lo volví a abrazar después—. Algunos matrimonios suelen tener muchos problemas, no
entiendo por qué, se supone que te casas porque amas a la persona. Sé que balbuceo y ahora lo
estoy haciendo —reí, separándome y mirándolo—. ¿Quieres hacer algo para distraerte?
Él asintió.
—Jugar videojuegos.