Luke
Cuando alguien consumía ciertas cosas no saludables para el cuerpo, muchos tenían un concepto
erróneo y lo denominaban como un drogadicto, creían que esa persona tenía echada a perder su
vida, alguien que era peligroso y malo, destructivo y tóxico. Pero muy pocos eran los que se
tomaban en serio el querer averiguar por qué lo hacían. Bien, a mí me catalogaban de esa manera.
Decían que bajo sustancias actuábamos de una forma diferente a lo que solíamos ser en realidad.
Yo jamás me atrevería a dañar a la persona que tanto amaba. No había tenido casos de querer
golpear a alguien cuando estaba demasiado cruzado, ni mucho menos sentía la necesidad de ser
agresivo o violento.
Juzgaban sin saber absolutamente nada. La mierda era más honesta que ellos, porque al final de
todo era yo contra el mundo y nadie más.
Bajé las mangas de mi buzo negro que cubrían por completo mis manos, asegurándome que cada
una estuviese a su temperatura normal. El tiempo se puso un poco helado y el cielo comenzaba a
teñirse de un color gris, con eso sabía que la lluvia caería muy pronto.
No despegaba mi vista del suelo, mis tenis negros iban golpeando una botella que encontré en el
camino de mi casa al instituto. Sabía que llegaría un poco tarde, pero no me preocupaba tanto. La
profesora Caitlin solía preguntarme si tenía algún problema familiar que me hiciera
desvelar; según ella, los adolescentes no deberían tener caras tristes, ojeras notables, piel pálida y
unos cuantos kilos por debajo del peso normal; ella decía que eran síntomas de la depresión, yo le
llamo: efectos del joint.
La mayoría de mis profesores sabían mi relación con esas cosas, pero muchos se hacían de la vista gorda. Al fin de cuentas no era el único estudiante que se dopaba y ellos tenían sus propios
asuntos que cuidar o por los cuales preocuparse más que por un adolescente.
Duro, pero real.
Mi buzo de algodón se sentía cálido. Mi favorito, mamá me lo compró hace dos años en un viaje a
Darwin. Divisé la entrada del instituto abierta y decidí correr antes de que la cerraran y me viese
con la floja necesidad de saltarme la barda.
Caminé entre los pasillos, algunos alumnos corrían y otros tenían la cabeza dentro del casillero
sin querer entrar a su primera clase. Mi vista se detuvo en la pelinegra que se apresuraba hacia su
casillero mientras trataba de abrirlo para meter y sacar desesperada algunos libros. La comisura
de mis labios se curvó y decidí alcanzarla.
—¿Llegando tarde? —pregunté en un susurro.
Esta pregunta la había repetido unas cuantas veces, que pensaba en bautizarla como su nombre.
Hasley giró bruscamente y me miró unos segundos para después bufar, hizo una mueca con sus
labios y asintió.
—¿Es tan difícil para mis oídos oír el maldito despertador? —gruñó cerrando de golpe su
casillero y guardar todo en su mochila—. Mi madre me va a matar si me mandan a detención.
—Ve el lado bueno —proseguí—. Podrás contarles esto a tus hijos —
vacilé guiñando un ojo.
Ella me miró sin una pizca de humor y rodó los ojos.
—No ayudas, Luke —farfulló.
—No intento hacerlo —confesé burlón.
Creí que con eso me mandaría al diablo y se daría la vuelta para dejarme ahí, pero se mantuvo de
pie y se cruzó de brazos. La observé durante unos segundos y sentí la necesidad de burlarme en
ese instante.
Pasé mi lengua por mi labio inferior y llamé su atención:
—Weigel.
—Mande —contestó.
Detestaba que a veces fuese tan educada porque yo era todo lo contrario hacia ella.
—Creo que en realidad necesitas un despertador eficaz —pronuncié entrecerrando los ojos. Por
su cara supe que no entendió, por lo que fui directo—. Te has puesto la blusa al revés.
Al instante que terminé por completo mí frase, su cara se tornó en un color rojizo, sus ojos se
abrieron y supe que esto fue como una limpia bofetada de vergüenza. Mordí mis labios evitando
soltar una carcajada; con el simple hecho de habérselo saber podía ser suficiente para agregarle
una risa y hacer de esto aún más vergonzoso.
—Demonios… —maldijo por lo bajo y agachó la mirada.
—Y creo que esto es pasta. —Apunté la pequeña mancha blanca que resaltaba en la tela negra.
Si pudiera leer su pensamiento sabría que estaría pidiéndole a cualquier santo que la
desapareciera del mundo en este instante, pero ambos sabíamos que eso no pasaría. No me
sorprendía si se trataba de Hasley Weigel.
—Necesito… ir al baño —avisó. Sin embargo, no se movió.
—¿Segura? —cuestioné—. ¿Con quién te toca en este momento?
—Con Hoffman —respondió en una mueca.
—¿Es el que te mandó la otra vez un reporte? —inquirí.
Me memoria era un poco buena, podía recordar perfectamente cuando se quejó de ello y yo llamé
idiota al profesor, pero ella fue tan lenta que me cuestionó y terminé insultándola de igual manera.
—Sí —bufó cruzando sus brazos para tomar con sus manos cada hombro haciendo semejanza a
una equis con ellos.
Una idea se cruzó por mi mente y no entendía por qué diablos lo haría.
—Ve al baño, en menos de dos minutos necesito que estés en frente del salón —ordené. Antes que
ella pudiese decir algo, hablé de nuevo—.
Hoffman… ¿es el que tiene una calva pero un bigote enorme?
Ella soltó una risa y asintió. Sin otra cosa por decir, tracé mi trayecto hacia el salón de aquel
hombre que solía ser el presidente de la feria del
libro en el instituto. Una vez que estuve delante de la puerta del aula, di unos toques para nada
delicados. A los pocos segundos un hombre con calva y anteojos salió revelando su claro ceño
fruncido.
—¿Ocurre algo? —pronunció su voz rasposa y pude sentir el olor a café al instante.
Odiaba el olor a granos de café.
—Sí —afirmé arrugando la nariz. Al ver como seguía su vista sobre mí, aclaré mi garganta,
añadiendo—: ¿Es el profesor Hoffman?
La directora me ha mandado a decirle que lo quiere en este instante en la dirección con la lista del grupo C.
—¿Justo ahora? Pero estoy dando clases —excusó.
Me encogí de hombros y cambié mi mueca a un rostro neutro.
—Solo estoy cumpliendo —mascullé y me di la media vuelta.
Caminé unos dos metros y doblé en una esquina, deteniéndome en un peldaño de las escaleras y
poder ver hacia el salón. Fueron unos diez segundos cuando el hombre salió para ir hacia la
dirección.
Golpeaba con mi dedo índice uno de mis dientes del frente un poco desesperado de que Weigel no
apareciera cuando vi que del otro extremo del pasillo caminaba a pasos rápidos, fui hasta ella y la
tomé del brazo haciéndola girar.
—Luke… —susurró un poco paranoica, pero la interrumpí.
—Se supone que cuando el profesor no se encuentra en el salón dando clases, puedes entrar —
informé—. Él no está.
—¿Cómo sabes que no está? —cuestionó confundida.
—Entra —ordené.
Liberé mi agarre de su brazo y me alejé de ella dirigiéndome a la mía, que muy a cuestas tendría
que aguantar toda la basura de la profesora. La clase me aburrió como las demás, no fue hasta que
me tocaba historia y decidí faltar, al igual que la siguiente, perdiendo el tiempo con mis
auriculares. Miraba la hora y me preguntaba si quería repetir el año. Al final, reforzaría mi
conocimiento, ¿no?
Subí las gradas con pasos lazos que por un segundo creí en no llegar
hasta el último peldaño, asesté mi pie en uno para poder impulsarme seguido de tirar mi mochila
en algún lado y sentarme.
Jugaba con el rollo de marihuana antes de encenderlo entre mis dedos.
Me servía de mucha ayuda distraerme, así podría ignorar todo tipo de sonido a mi alrededor, el
mundo se acallaría, solo sería yo, mi cajetilla y mi marihuana contra el mundo.
Todo un guerrero. Sarcasmo.
Admitía que lo odiaba, odiaba que esto se hubiera convertido en mi única forma de sentirme en
calma. Se convirtió en algo tan adictivo que me hacía sentir bien, podía eliminar y olvidar algunos
de mis sueños, los cuales hoy estaban hechos trizas, como el fino cristal de cualquier copa de
vodka.
Estaba jodido.