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La princesa Romina era el tesoro más valioso de Lunuavia, el pequeño reino ubicado en Los Alpes Europeos. La joven, independiente de sus obligaciones monárquicas era, por decisión propia, el contacto directo de la corona con el pueblo ya que, al recorrer libremente la ciudad y convivir con todos sus habitantes, se enteraba de primera mano de las problemáticas y necesidades de los mismos y trataba de ayudarlos de la mejor manera posible.
Desde muy joven había tomado la decisión de salir a las calles. Y aunque sus padres y su hermano al inicio estaban muy preocupados y trataron de evitarlo, pronto se dieron cuenta de los beneficios que les traía a todos el actuar de “Cabita”, como la llamaban cariñosamente.
Siempre que salía, llevaba una escolta muy discreta, y su secretario y mano derecha, Sergei, la acompañaba a todos lados. Era tanta la ayuda que se acercaban a pedirle, que el palacio decidió hacer una oficina especial para la princesa Romina, donde se estableció una fundación de caridad que ella dirigía exitosamente proporcionando becas, atención médica especializada, empleos y muchas cosas más.
Para Cabita, el salir a las calles no sólo era recibir peticiones, sino también el cariño de la gente. Los jóvenes la trataban como una más de ellos, y apoyaban todas las acciones que ella sugería, como plantar árboles, rehabilitar plazas y jardines, pintar murales temáticos en zonas determinadas, organizar partidos y juegos para causas benéficas o, simplemente, divertirse en alguna plaza pública, jugando, cantando, riendo y bromeando.
Los mayores la trataban como a una sobrina o hija, todos los comerciantes la saludaban con mucho cariño y siempre le obsequiaban alguna golosina. Aunque Cabita jamás abusaba de su posición ni les exigía nada. Ella era incapaz de presentarse como “Su alteza, la princesa Romina”. Para el pueblo era simplemente Cabita, la joven informal que casi siempre usaba jeans y que miraba al mundo con una brillante sonrisa a través de los anteojos que cubrían su rostro.
Y todos los habitantes de Lunuavia protegían su secreto. Nadie, fuera de ese pequeño país, conocía la existencia de Cabita. Ante el resto del mundo, la princesa Romina era alguien de la realeza europea que sólo se dejaba ver en público en eventos importantes. Su última aparición había sido en la boda del príncipe Harry de Inglaterra con la norteamericana Meghan, acompañando a sus padres y hermano a tan selecto evento. Había sido fotografiada hasta el cansancio durante la celebración y las imágenes aparecieron en toda la prensa mundial. Llamaba mucho la atención porque era una princesa muy discreta. Bella y elegante, pero fría y distante con los medios. Así que sus escasas apariciones en público llamaban tanto la atención como lo hacían las princesas de Mónaco, aunque por muy diferentes razones.
Una mañana, Cabita caminaba por la avenida principal de la ciudad, sonriendo y saludando a la gente que se encontraba a su paso.
— ¡Buenos días Cabita! — Dijo una mujer que barría el frente de su local.
— ¡Muy buenos días! ¿Cómo está? — Respondió la joven con una sonrisa.
— ¡Hola Cabita! ¡Qué guapa te ves hoy! — Le dijo un anciano que pasó junto a ella, provocándole a la joven soltar una pequeña carcajada.
— ¡Gracias!
— ¿Me regalas una moneda? — Le dijo una anciana extendiendo su mano.
Cabita sacó la moneda que siempre llevaba en algún bolsillo para ese propósito y se la entregó.
— Toma Lázara. Que tengas un lindo día.
— Dios te bendiga, muchacha. — Respondió la mujer, para luego seguir pidiendo monedas a quienes pasaban junto a ella.
Se acercó a una pequeña cafetería y entró en ella. Todos la saludaron y ella respondió con amabilidad, pidió un café para llevar y, al intentar pagar, el encargado se negó a aceptar el pago.
— Es cortesía de la casa. — Le dijo con una sonrisa.
— No se me hace justo gozar de privilegios. — Respondió ella. — ¿Me permitirías pagar mi consumo?
— En la siguiente ocasión Cabita. — Dijo el hombre con una sonrisa.
— Pues muchas gracias. — La joven sonrió y salió del local despidiéndose de todos.
Empezó a caminar hacia un parque cercano, cuando un hombre joven se acercó a toda prisa colocándose frente a ella impidiéndole el paso.
— Un limosnero. — Le dijo escuetamente.
Cabita abrió mucho los ojos sobresaltada.
— ¿Dónde? — Murmuró mientras observaba al hombre. Jamás lo había visto antes, era alto, sumamente atractivo y el color verde intenso de sus ojos le recordó a alguien pero, de momento, no supo a quién.
— En la entrada del parque. — Dijo el joven bloqueándole la vista.
Cabita inmediatamente alzó su mano y la mantuvo por todo lo alto.
En un instante, sus guardaespaldas se hicieron visibles y la rodearon intentando detener al joven
— ¡No! — Gritó ella. — ¡Él me está protegiendo!
— Hay un limosnero en la entrada del parque. — Les dijo el aludido. — Temo que la princesa esté en peligro.
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Editado: 28.03.2020