Cadenas De Seda Y Fuego

Vendida

Melissa

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Ese día todo parecía normal.
Estábamos sentados en la cafetería de la universidad, riéndonos de alguna tontería que decía Luca.
Él siempre encontraba la forma de hacerme reír, incluso cuando mi mente estaba en otro lado, como casi siempre últimamente.

—Mel, te juro que, si no presentas ese trabajo mañana, yo lo hago por ti —dijo, cruzando los brazos con gesto solemne.

—¿También vas a dar mi examen de economía? —bromeé, sonriendo.

—Por ti, claro. Pero te advierto que solo sé dividir con calculadora.

Solté una carcajada. Por unos minutos, me sentí ligera. Casi feliz.
Pero al mirar la hora, el peso volvió de golpe.

—Me tengo que ir —dije, recogiendo mis cosas.

—¿Otra vez temprano? —Luca frunció el ceño—. ¿Todo bien en casa?

Asentí. Mentí.

—Sí, mi papá quiere hablar conmigo.

Él bajó la mirada, pero no insistió. Ambos sabíamos que “hablar” con mi padre no solía significar nada bueno.

Encontré a mi padre sentado en el salón, rodeado de botellas medio vacías, la corbata deshecha y el rostro endurecido por el alcohol… y algo peor.

—Papá, ¿qué pasa? —pregunté al notar su mirada, fría como nunca.

—Siéntate —ordenó. Sin mirarme siquiera.

Las paredes parecían encogerse alrededor de mí mientras mi padre hablaba.
Su voz, grave, retumbaba más fuerte que nunca.

—Te vas a casar Melisa, y punto.

Parpadeé. Un latido, dos, tres. Sentí cómo la sangre me subía a la cara, y un leve temblor empezó en mis manos. Lo reconocí: la furia… y un poco de miedo.

—¿Qué? —pregunté, apenas respirando.

—He cerrado el trato con los Moretti —continuó, como si hablara de la compra de un caballo, no de la vida de su hija—. La boda será en unas semanas.

—No —dije. Fue un reflejo. Un latido hecho palabra—. No, no voy a hacerlo.

Me puse de pie tan rápido que la silla cayó hacia atrás.
El aire se sintió demasiado espeso, como si no cupiera en mis pulmones.

—¡No puedes obligarme! —grité, la voz rota, temblorosa.

Mi padre me miró, primero sorprendido… luego furioso, vi ese brillo en sus ojos, el que siempre precedía al golpe, apreté los puños, las uñas clavándose en la palma.

—¿Qué dijiste, maldita mocosa? —rugió.

—¡Que no voy a casarme con un asesino, con uno de tus malditos amigos! —escupí las palabras, aunque sabía que estaba cavando mi tumba.

El silencio se rompió con el sonido seco de su mano estrellándose contra mi mejilla.
La cara me ardió, el sabor metálico llenándome la boca.
Tropecé, casi caigo.

Él avanzó un paso más. Su sombra cubrió la poca luz que entraba por la ventana.

—Tú no decides nada, Melissa, nada. —Su voz era veneno.

—Prefiero morirme que casarme con un hombre como ese —susurré, más para mí que para él.

La segunda bofetada no me dio tiempo a terminar la frase, sentí un mareo leve, no por la hipoglucemia sino por el golpe, el lado izquierdo de mi cara ardía como fuego.

—¡Se acabó! —gritó él—. ¡Vas a obedecer, o te juro que te arrepentirás!

Levantó la mano otra vez.
Cerré los ojos, esperando el impacto.
Pero no llegó.

—¡Don Vittorio, por favor! —Era Rosa, una de las criadas más viejas, la que me cuidaba desde niña. Se interpuso entre los dos, temblando. Sus manos temblaban más que las mías.

—¡Apártate! —bramó mi padre, pero Rosa no se movió.

—¡La va a matar! —gimió ella.

Abrí los ojos. Mi padre me miraba con un odio que quemaba más que la bofetada.
Mi respiración era superficial, sentí unas gotas de sudor frío bajar por mi nuca.
Sabía que si seguía así, vendría algo peor: el temblor, la visión borrosa… pero me negué a dejar que me viera débil.

Me llevé una mano al rostro, intentando controlar el temblor. Rosa me tomó del brazo, casi rogándome que no dijera nada más.

Mi padre giró sobre sus talones, los dientes apretados.

—Tendrás la boda que te ordené —escupió, sin mirarme—. Quieras o no.

Se fue, cerrando la puerta de golpe.
La madera vibró, como si la casa misma temblara.

Me desplomé en el suelo. El corazón latía tan rápido que dolía. El temblor en mis manos se volvió más notorio.

Rosa se agachó a mi lado, me sujetó el rostro.

Me quedé allí, en el suelo, temblando. El aire no entraba bien en mis pulmones, sentía que algo se rompía por dentro, y las manos… las manos no dejaban de temblar.

—Rosa… —susurré, la voz rota—. Rosa, no puedo… no puedo levantarme.

Ella me sostuvo con fuerza, intentando ayudarme a ponerme de pie ,pero mis piernas se doblaron apenas lo intenté, la vista se nubló y un zumbido frío llenó mi cabeza.

—Meli, tranquila, mi niña, respira despacio… —me decía Rosa, acariciándome el pelo.

—Si no subo… si no subo a mi habitación… —lloré, apenas audible—. Se va a enojar… y esta vez… esta vez no voy a aguantarlo…

Las palabras salían entrecortadas, mezcladas con sollozos que dolían más que los golpes.

—Ayúdame… por favor… —rogué, mientras apoyaba todo mi peso en ella—. No puedo… no puedo…

—Claro que puedo, vamos despacio, cielo… —dijo Rosa, con esa voz temblorosa, cargada de miedo y ternura a la vez.

Cada paso hacia las escaleras se sentía eterno. El corazón me latía tan rápido que dolía en el pecho, la respiración se hacía más superficial, y la cabeza me daba vueltas. Un sudor frío me resbalaba por la nuca.

—Me arde la cara… Rosa, me arde tanto… —gemí, llevándome la mano al golpe, pero el roce solo lo empeoró.

—Shhh… ya casi llegamos, aguanta un poco más —susurró, esforzándose por no romperse conmigo.

Un bajón más fuerte me obligó a detenerme a mitad del pasillo. Todo se volvió gris.

—Rosa… Rosa… no veo… —balbuceé, mareada, la voz llena de pánico—. No me dejes… no me dejes caer…

—Aquí estoy, mi niña, te sostengo. —Me abrazó con fuerza, casi arrastrándome.




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