Melissa
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El cielo estaba cubierto de nubes grises, como si hasta el cielo supiera que esto no era una boda, sino una condena.
Las manos me temblaban. El vestido pesaba como si llevara piedras cosidas por dentro.
Golpearon la puerta de mi habitación. Tres mujeres entraron: peinadora, maquillista y la que sostenía el vestido en una bolsa blanca. Sofía venía detrás, con té y fruta.
—Come algo —susurró, sentándose a mi lado.
Tomé un trozo de manzana, apenas un sorbo de té. El estómago revuelto, la cabeza pesada.
Mientras me peinaban y maquillaban, la brocha rozó mi mejilla izquierda.
—¿Te duele? —preguntó una de ellas.
—No… fue solo un reflejo —mentí.
Taparon el rastro del golpe que aún asomaba bajo la piel. También la marca del brazo, donde me habían puesto suero días atrás.
Me ayudaron a ponerme el vestido. Marfil, entallado, precioso… pero sentí que me faltaba el aire.
—No puedo respirar —susurré.
—Solo estás nerviosa —dijo Sofía, intentando calmarme—. Respira.
En la planta baja, mi padre me esperaba. Me miró de arriba abajo, sin ternura.
—Muévete, Melissa —dijo, apretándome el brazo.
En el altar estaba Dmitry Moretti. Vestido de negro, quieto, duro.
—¿Estás lista? —preguntó en voz baja, sin mirarme.
—¿Eso importa?
—No.
El sacerdote habló. Su “Sí, acepto” fue firme, el anillo se me resbaló de los dedos de lo nerviosa que estaba.
Cuando tocó dar el beso… apenas rozó mis labios. Frío, breve, sin mirarme.
La ceremonia fue corta. Los escoltas, la familia, flores blancas, silencio. Una boda sin risa ni aplausos sinceros.
En la recepción, apenas probé bocado. Mi tía Clara se me acercó:
—No des la imagen de una niña enferma, Melissa.
—Déjala tranquila —respondió Sofía, molesta.
Dmitry me observaba a distancia. Cada movimiento, cada gesto mío, él lo seguía con la mirada.
Hasta que llegaron los niños. Matteo y Bianca corrieron a nuestro lado.
—¿Tú eres la esposa del tío Dmitry? —preguntó Matteo, directo.
—Sí… —respondí, forzando una sonrisa.
—Eres muy bonita —dijo Bianca, abrazándome.
Vi a Dmitry agacharse, hablándoles con una voz más suave que nunca le había oído. Por un segundo, supe que no era del todo de piedra.
Matteo me tomó de la mano:
—¿Quieres bailar conmigo?
Lo seguí hasta la pista. Bailamos lento, torpe, pero por primera vez sonreí de verdad.
Elisa se acercó.
—¿Viste cómo te miraba? —me dijo—. Con ellos, Dmitry es distinto.
—No parece tan… —empecé a decir.
—¿Tan cabrón? —completó ella, medio riendo.
Asentí, sin atreverme a decirlo.Nos sentamos juntas un momento.
—En este mundo, enamorarse es peligroso —dijo Elisa—. Te vuelve vulnerable.
—¿Y él?
—Dmitry … no se permite ser débil, nunca.
Al terminar, Dmitry me tomó del brazo.
—Vámonos. Estoy harto de esta gente.
Cuando pasamos junto a unos hombres, bromearon algo vulgar.
—No vayan a despertarlos esta noche, ¿eh?
Dmitry se detuvo, los miró. Su mirada fue suficiente para que se callaran.
Frente a la puerta de la habitación:
—Aquí dormirás —dijo, frío—. Ya lo sabes.
Asentí, tragando saliva. Él se alejó sin mirarme una vez más.
Cerré la puerta tras de mí. El silencio de la habitación me golpeó con más fuerza que sus palabras.
El vestido me apretaba el pecho, sentía la tela dura contra la piel, como si me asfixiara. Cada respiración costaba. Me acerqué al espejo, intentando desabrochar los pequeños botones que corrían por la espalda.
—Vamos… vamos… —murmuré para mí misma, los dedos temblando.
Pero no podía. Cada intento fallaba: el broche se resistía, el temblor empeoraba. Cuanto más lo intentaba, más sentía que me faltaba el aire.
—¡Por favor…! —susurré, con la voz quebrada, las lágrimas asomando.
El reflejo me devolvió una imagen que no reconocía: la cara pálida, el pelo enredado, los ojos vidriosos y una expresión de desesperación que dolía mirar.
Seguí intentando. Una y otra vez. El sudor frío me resbalaba por la nuca, el corazón me latía tan rápido que dolía.
—¡Quítate…! —susurré, entre dientes, casi suplicando.
Pero los broches seguían firmes, burlándose de mí. Me ardían los ojos. Me temblaban las rodillas. Un nudo de ansiedad se me atascó en la garganta, quemándome por dentro.
Me aparté del espejo, respirando entrecortado. Me llevé las manos al rostro, las uñas arañando la piel sin querer.
—No puedo… no puedo más… —susurré, con voz rota.
Me rendí. Me dejé caer de espaldas sobre la cama, aún con el vestido puesto. La tela me oprimía, me recordaba cada segundo que no podía quitármelo, que ni siquiera tenía control sobre eso.
Miré el techo, intentando contener el llanto. Pero el temblor en las manos no se detenía.
“Ni siquiera soy capaz de quitarme este maldito vestido…”
El pensamiento me aplastó. El pecho me ardía, como si algo se rompiera.
Cerré los ojos, dejando que las lágrimas rodaran, silenciosas.
Y así, agotada, asustada y derrotada… me quedé quieta.
Sin fuerzas para pelear.
Sin fuerzas para quitarme de encima ni la tela…
ni el miedo.
Editado: 16.07.2025