Del otro lado de la pesada puerta, se hallaba Inferno. Lea, y su grupo siguieron las instrucciones de Alexa. Pero lo que ella nunca dijo, es que Nathaniel los esperaría con un grupo de soldados.
Luego de una pequeña batalla, que terminó con un par de muertos de ambos bandos. Se lo llevó al grupo de rebeldes al calabozo. Donde serían los prisioneros de una guerra que aún no había comenzado.
En el calabozo todos entraban a la perfección. Los habían atado, de pies y manos. Y Rufus ya se estaba haciendo un manjar con todos los cuerpos que podría torturar. Al final, Alexa se había equivocado. No existía nadie sano en el Mundo Oscuro. No que pueda convivir con Nathaniel Douglas sin que se le haya pegado su locura.
Nate había decidido, que Alexa sería la torturadora serial de aquel grupo. La muchacha, aunque se había mantenido firme en su postura, terminó sucumbiendo ante los deseos de su alpha.
Lea, que se encontraba a la cabeza del grupo, observaba con meticulosidad a Alexa. No dejaba mostrar su rencor. Sabía que no le convenía. Sin embargo, en sus ojos, la ira se notaba. Los demás estaban muy asustados para poder plantarse frente a aquella princesa endemoniada. Muchos eran del pelotón cuatro; de los rezagados. Se habrán pensado que podrían escapar de una guerra que no les pertenecía consiguiendo oportunidades en una estúpida rebelión. O tal vez, escondían sus altas capacidades, para que cuando desaparecieran, no sean necesarios. De todas maneras, ahora le pertenecían a ella.
Nathaniel posó sobre una mesita que se encontraba allí, todos sus instrumentos de tortura. Le dirigió una mirada a la joven; significaba tantas cosas, que ella no pudo entenderlo en el momento. Rufus carraspeó. Significaba que el show de Alexa debía comenzar.
—Es curioso...— la joven, caminaba, con su espalda recta. Parecía más larga de lo común. Con su barbilla en alto, y desprendía tanta soberbia como lo era capaz. Se acercó a sus preciados instrumentos, y los rozó con sus manos. Que ya no eran delicadas, y que una guerra las había hecho feas. Llena de cicatrices, sucias, uñas mal cortadas. Esas manos de pianista, ahora sólo eran de una asesina despiadada. O al menos, eso pretendía demostrar. Observó a Lea, con sus oscuros ojos, bien grande. La joven adicta a los paraguas no titubeó en ningún momento.
—Eres una mierda...— susurró. Alexa, que se había convertido, en una veloz loba. Se acercó hasta ella más rápido que lo que tardó en parpadear. Cara a cara. Estaban.
—¿Cómo me dijiste?— llevaba un gran cuchillo en su mano derecha, que rozaba en la cara de Lea. No dejaba de mirarla a los ojos. De manera intensa.
—Eres una mierda...— dijo entre dientes. Alexa rió profundamente. Con delicadeza le desató el pelo que llevaba en un rodete. Los cabellos cayeron sobre sus excéntricos rasgos. La chica adicta a los paraguas, comenzó a temblar.
—Chiquita...
Los ojos de Lea cambiaron de un momento a otro. Alexa nunca se había dado cuenta, que no tenía ojos de lobo. Eran ojos de gato. De un color amarillento. Era una falsus. Habían combinado sus genes, con los de un felino. Tal vez, una pantera. Un tigre. Sus colmillos eran finos; delicados. Pequeños. Como los de un pequeño gatito. ¿Por qué entonces se encontraba en una manada?
—Aléjate, Alexa. Porque te comeré viva si haces un movimiento más.
La joven no le hizo caso. De un puñetazo, le dio vuelta la cara a Lea; que escupió sangre, y rugió a su manera. Como un tigre. Alexa, le dio otro. Del otro lado.
—¿Qué paso?¿Aún estás atada y no puedes comerme viva?— se burló. La muchacha, le mostró los colmillos.— Oh.. no. Querida. No. Eso es de muy mal gusto. Tendré que arrancarte esas cosas a las que llamas dientes...
Todos la observaban. Sin decir nada. En silencio. Sin moverse. Algunos tampoco respiraban. Le temían. Más que a Nathaniel. Más que a cualquiera de allí. Alexa era llamada en secreto, la ker. En la mitología griega, las keres eran las diosas de las muertes violentas. Todo en ella respiraba violencia. Y odio. Era un torbellino; imparable. —
—Eres una idiota, Alexa.
Con violencia, la joven insultada, acuchillo a un joven que se hallaba a su lado. Lea gritó, casi tanto como el muchacho. Con el mismo utensilio manchó de sangre la cara de la muchacha maniatada; quién vomito.
—¿Quieres perder tu lengua, Lea?
—Eres un monstruo...— sentenció.
Alexa tomó a una chica, de al menos unos treinta años. De cabello claro, rubio. Piel tostada. Le acarició la mejilla, con amor, mientras desgarraba su cuello con la hoja del cuchillo. La muchacha gorgoteaba. Se ahogaba en un propia sangre.
—¡MONSTRUO!— vociferó.
—¡NO TE OIGO!— rugió Alexa.
—¡MONSTRUO!— gritó más fuerte. Intentó zafarse de las cadenas. Pero no tenía tanta fuerza.
—Bonito grupo, eh. Por suerte saben luchar por su vida...— bromeó.— ¿Quién quiere ser el siguiente? ¡Vamos! Anímense. Podrán elegir como morir.
Katharina, con los mejores de su pelotón, corrían por la mansión. Ayudando a los humanos recién convertidos que aún nadie había hospitalizado. Los curaban, les daban explicaciones. Contención. Ayuda psicológica en la manera en que sus cortos estudios se lo permitían. Harvey se desplazaba, de un lugar a otro, haciendo lo que estaba en sus manos.
—Ésto es una locura...— dijo entre dientes el muchacho a Katharina.
—Lo sé...— afirmó, mientras vendaba la muñeca de una mujer.— Pero, ¿qué más podemos hacer?
—Quitarles el sufrimiento de una vez por todas...— mencionó. Como idea alocada.
—Ni se te ocurra...— estaba muy tensionada últimamente.
—Les queda una semana para poder adaptarse. No sabemos cuantos de ellos más morirán.
La mujer entró en una profunda angustia luego de oír esa frase. Kat la acogió entre sus brazos, como una niña pequeña. Le dirigió una mirada a Harvey. Era hora de cerrar la bocota, e ir a recoger los cadáveres que impedían el libre paso por el pasillo.
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Editado: 06.06.2020